Inicio la escritura de este relato dos años después de mi visita a Berlín. No es acomodaticio, aunque la memoria lo sea, los hechos son reales, puedo jurarlo, los huecos que se encuentren o los saltos temporales inusuales se deben a mi poca pericia en la narración, a alguna nota que no localizo o sin más, al complemento ficcional de lo que no alcanzo a retener…
El menesteroso del metro antes de la puerta de Brandeburgo
Lucía desierto, con muy pocos pasajeros a la llegada del vuelo de ese 21 de octubre, el flamante nuevo aeropuerto berlinés de Brandeburgo Willy Brandt era una copa de cristal reluciente, impecablemente limpia y vacía.
No hubo filtro de migración, no lo hubo; suerte, destino o hartazgo por las restricciones que aún había sobre la Covid y la huelga de transportistas que se había anunciado horas antes en la capital alemana.
Dos oficiales, los únicos que vi en la banda de entrega de equipaje me miraron apenas.
No entiendo un carajo de alemán y mi parco inglés con mi pésima pronunciación no ayuda en nada.
Llame a Javier presuroso, quedó de llegar al aeropuerto para decirme cómo hacer una buena compra de boleto para el transporte público, ya que estaría por 20 días ahí. No llegó, no respondió mis llamadas y después me enteraría que apenas pudo avisar a mi alojamiento que “acaso” llegaría tarde.
Lo que siguió fue un cuento negro con tintes surrealistas…
Perdido en las entrañas del metro, con tres maletas a cuestas, intento entender cómo llegar a la zona donde pasaría esos días. El lugar casi desierto y encuentro a un menesteroso ebrio que viene hacia mí con su costal raído, maldice a dos guardias del metro.
Pienso que es el único que puede ayudarme en ese momento y balbuceo. Él abre los ojos como un ángel, me lleva a un teléfono y marca dos dígitos, me obliga a que hable ahí, digo en inglés que estoy perdido y necesito ayuda, apenas me van a responder y él cuelga el teléfono, me insiste que lo siga, me hace señas, trata de subirme a un scooter que hay en la calle y me resisto, escribe en una hoja el número 59 y señala al fondo.
“¡Go, go, go!”, grita mientras saca una lata de cerveza para dármela, corre hasta desaparecer. Me salvó.
Luego me enteraría que el único transporte en la zona ya no existía hasta mi destino, sólo ese autobús. Bendigo mi buena suerte porque son las 3 de la mañana.
Ya en la estación indicada queda encontrar la calle. A lo lejos veo a un par de taxistas que duermen en sus autos, me atrevo a despertar a uno de ellos que mastica un alemán amable y abre los ojos al límite cuando le pregunto si habla español, su cara de asombro y angustia no se me borraría, sale del auto y sin más, ve la dirección y me lleva hacia la calle, que estaba justo detrás de la estación, se va sin decir palabra.
Veo al hijo de Kristi, la casera que contacté en esa web de oferta de hospedaje. El chico saca su teléfono para traducir, me pide el efectivo, explica que no habrá nadie en casa todo el tiempo de mi estancia.
Pienso que tengo una suerte terrible, pese a todo. Ofrecí 500 euros por ese sitio en nada más y nada menos que una casa enorme, enclavada en uno de los mejores barrios de la ciudad, que a lo lejos, parece sacada de la serie Dark. Duermo gustoso.
*
Llego a la puerta de Brandenburgo desde temprano, con el ansia de hacerme el recorrrido más espectacular en las estaciones nuevas del metro, un paseo muy “artístico y cultural” que había presumido en su reportaje de EL PAÍS, la articulista Lola Huete, un viaje a los mayores tesoros artísticos de la capital alemana que se agrupan en cuatro paradas de la línea U5, iniciando en Alexanderplatz.
Serán horas intensas, pienso mientras hago las cuentas de todo lo que he gastado y urdo malabares para ajustar el presupuesto de los próximos días.
Y ahí voy encaramado en el U-Bahn (metro en alemán), para embolsarme las dos millas de oro de esta travesía que me llevaría casi tres días completos por mi ansia de meterme a cuanto rincón me fuera posible sin restricciones sanitarias.
Pude venir acá invitado por el festival FIND, un encuentro de teatro contemporáneo que se realiza en uno de los epicentros del arte escénico alemán, el Schaubühne y por supuesto que, al recibir la confirmación de mi vuelo, no podía dejarlo ir.
*
Sandra llega en bicicleta en un puente cercano a la Isla de los Museos, ha hecho 60 minutos con sus segundos para poder vernos luego de su trabajo. A ella la conocí hace cinco años en México, cuando trabajó en una universidad para ricos a quienes les enseñaba alemán. Ella es una berlinesa de cepa.
Hablamos de todo, su sonrisa refulge en este atardecer y me cuenta de su vida, yo le cuento de la mía. Cuenta que enseña música a niños especiales, que tiene un novio italiano con el que planea casarse, que gana 3 mil 500 euros al mes en su trabajo…
“Hay escasez de maestros de música y de matemáticas para la educación especial aquí”, platica.
Caminamos a un café vietnamita para ir a comer y advierto que ya había reservado una mesa porque nos esperan.
Le digo de los recorridos que hice, la odisea en cada estación de metro, cómo quisieron engañarme en una serie de juegos de azar y una mujer evitó que se llevaran mi poco dinero, de lo que haré en el FIND, las obras que veré, los amigos que pude conectar para este viaje, el par de museos que he podido visitar y lo inabarcable y variopinto de cada uno de los barrios de la ciudad, que bastaría apenas un año o más para conocerlos.
Salimos tarde de ahí para recalar en un bar y tomar unos tragos que me parecieron una delicia.
“Berlín es una puta”, afirma Sandra, una maravillosa que tiene placer para todos los gustos, “cómela sin indigestarte”, advierte antes de que yo tome un autobús de regreso a la casa y ella enfile en su bicicleta a su hogar.
La noche es de estrépito porque un grupo de jóvenes que no rebasan los 20 años suben al autobús y cantan en grupo una canción a todo pulmón, no les importa que los demás queramos paz.
(Continuará…)
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