“Si físicamente somos lo que comemos, espiritualmente somos lo que leemos”. (Celorio)
La infancia fue el terreno de encuentro con la lectura. Pasé una infancia sin otras ambiciones que ser centro delantero de los Pumas o corredor de cien metros planos, como Carl Lewis; pero una intermitente enfermedad me puso piedras en el camino.
Cuando niño padecí asma y viví temporadas envueltas dentro de una cámara de oxígeno adaptada a una cama individual, donde a cinco litros por minuto pasaba mi vida. Esto, claramente, me hacía quedar fuera de las canchas de futbol y las pistas de atletismo de la deportiva Torres Landa. No era tan malo estar dentro de una cámara de oxígeno.
En cierta ocasión llegó mi padre con las fábulas de Esopo y las introdujo en la cama. Firmó el libro, su nombre y la fecha. 1981. Una pequeña edición bolsillo de editorial Porrúa quedó varada a la espera de que abriera sus entrañas. Primero le di una ojeada como quien surfea en un mar embravecido. Había dibujos que de entrada me sirvieron para seleccionar la lectura. El lenguaje era por demás arcaico, y tuve que templarle las páginas a un diccionario.
Allí encontré el sonido y la magia de las palabras, como si un mago sacara de la chistera un conejo. Entonces la afición por leer al azar el diccionario me ha seguido, desde entonces, como un vicio. Los libros me dieron la libertad que el oxígeno embotellado y los humidificadores me negaban. Para la siguiente semana llegó mi padre con el libro del médico a palos, de Moliere, las fábulas de La Fontaine y así, como un trato no dicho, mi padre se aficionó a regalarme libros. Recuerdo uno en especial, uno que se acompañaba por un rito: El cantar del Mío Cid.
Mi padre llegaba de trabajar los viernes por la noche y me llamaba hasta donde tenía un sillón cerca del balcón que asomaba a la calle Juárez y comenzaba a comentar, con una breve introducción, la anécdota que iría a leer en voz alta. Afinaba la voz con una taza de café y encendía un cigarro. De pronto los campos de Burgos brillaban diáfanos en la sala de la casa. Las luchas de Castilla contra aragoneses y leoneses por un flanco y contra los almorávides por otro invadían los terrenos de la habitación. Una voz, la de mi padre, movía los ejércitos y veía asomarse sesenta pendones de sesenta fieles guerreros que decidieron acompañarlo al destierro.
Cuando saltaba una idea fuera de contexto, una palabra como “catarlos”, mi padre reviraba al significado y traducía la palabra: “significa mirarlos”; hacía acotaciones y explicaba la historia de reyes y de infortunios y volvía al poema y regresaba España a lomos de una voz fuerte y limpia cuando Rodrigo era condenado al destierro.
La narración breve se esparce por los caminos de la poesía, o vuelve a un estado germinal, donde la plena anécdota no dice tanto como la tersura de una poesía, del uso del lenguaje en pleno, de la maravilla, no solo de describir la realidad, sino de poseerla.
Escuché la travesía de Ruy Díaz, convencido de que el poder traicionaba a sus mejores hombres, y que en el cándido ramaje del odio, las amenazas de los cobardes podían más que un pueblo entero. ¡Dios que buen vasallo!, ¡si hubiera buen señor! Escuché en voz de mi padre una representación de realidades y la emoción humana. Con los oídos de un niño de ocho años, las palabras que corrían a raudales mostraban un ideal poético que era concebible solo por esa lectura en voz alta. Octavio Paz dice que para “cantar la cólera de Aquiles y sus consecuencias, Homero debe contar sus hazañas y las de los otros aqueos y troyanos”.
El Cid lo contaba mi padre desde el puesto de un juglar de la época, con la gracia, por supuesto de contar, en verso, las aventuras y desventuras de una España que fue colándose en mis afanes y mis amores sin haber estado nunca allá. Así mi padre cantaba los “cantares” y como me gustaba escuchar la sonoridad del octosílabo castellano, el castellano señorial que pretendía acercarse al público iletrado que seguía las historias por el interés político, por la noticia que venía de lejos.
A diferencia del juglar, que se esforzaba por ser apreciado y conseguir con ello una buena cena que pagara el arte, mi padre lo hacía con la única intención de imaginar conmigo el mester de juglaría. Al final, ambos íbamos a cenar. Si bien la edición del libro trataba de acotar los cambios de la lengua castellana del siglo XIII, con traducciones, pies de página y referencias históricas, procurando mantener la forma poética juglaresca que conservó de sus memorias, Per Abbat.
Según menciona Antonio Alatorre que “el Cantar nos presenta un Cid muy novelado. Menéndez Pidal creía que el texto que se conserva, copiado tardíamente, se remontaba al año 1140. Críticos más modernos piensan que el texto de Per Abbat representa la leyenda del Cid, como había cuajado más de sesenta años después, o sea a comienzos del siglo XIII”.
Sin embargo, creo que en esas tardes de viernes, quedó prendada para siempre mi condición de narrador porque el cuento viene de una tradición poética. Esta tradición del invento y el entresueño. La mecánica del cuento es intervenida por la precisión de las palabras, de los modos de eternidad que genera la poesía. En cada frase se contiene un universo justo, apretado, y explosivo a la palabra. “Lo que sí creo que puede sostenerse es que el cuentista está mucho más cerca del poeta que del novelista, y que el cuento por ende está más cerca del poema que de la novela” (José Luis González).
La casa de San Fernando, donde pasé un cuarto de mi vida, tenía una gran biblioteca que era una especie de templo que mi abuela cuidaba como un centinela. Allí viví con mi abuela y sus hermanas que me adoraban. Todas y cada una de ellas leían en sus tiempos de ocio. Y leían grandes novelas de amor.
Los momentos que cambian el curso de una vida son difíciles de rastrear, pero intuyo que uno de estos episodios fue lo que cambió el derrotero de mi vida.
Mis tías leían muchísimo y leer para un niño era una cosa de maravilla en la vida cotidiana. Era un hábito que debía aprender. Como toda casa del siglo antepasado, la casa de la abuela conservaba una biblioteca donde se formaban las enciclopedias y los diccionarios en una cascada de pesados libros que contenían, simplemente, maravillas. Había también colecciones de los clásicos del Siglo de Oro español y algunos textos que me parecían prohibidos.
Encontré una joya como la colección de cuentos de los Hermanos Grimm que fue quizá un detonante en mi formación fanático de los cuentos. Corazón: Diario de un niño y El principito no faltaban en los textos que recogía la biblioteca de la abuela. Dos colecciones de libros que me encantaron fueron una colección de cuentos húngaros, con forro de cartón color granate, de una edición de 1915, que transformó mi condición de explorador de historias por la de un fanático de libros viejos y su olor a maderas y humedad.
No puedo olvidar un libro de cuentos chinos, de la misma colección; extravagante e infame, que me mostró el horror y el miedo. En sus historias había demonios, dragones, pobreza, angustia y la maldad, un auténtico gore infantil. Las horribles imágenes me provocaron la ambición por seguir hasta el final una narración y vencer el miedo. Unos años después, cayó en mis manos, gracias a mi padre, y nuestro pacto, el Lazarillo de Tormes.
Las lágrimas vinieron después, cuando leí con atención Corazón: Diario de un niño y las insufribles desventuras.
La cámara de oxígeno fue convirtiéndose poco a poco en un recuerdo. Cada vez mis bronquios respondían mejor a los tratamientos a que me sometían mi madre y mi abuela.
No sé cuándo quedó rezagada esa etapa del oxígeno que recuerdo con dolor y gozo. Mi padre, las tías y la abuela se han ido de este mundo y me devuelven en la memoria, como un mazo de cartas, las inolvidables horas en las que a cinco litros de oxígeno por minuto vivía en los mundos posibles de la literatura.
- Ilustración: Pablo Auladell