Guanajuato es una ciudad-laberinto. Un canto de piedra y cantera edificado entre cerros, en una cañada, como una estampa cubista multicolor. Aquí, desde hace 50 años se ha sucedido, irrevocable, el ritual de la fiesta del espíritu.
A medio siglo de su creación, el Festival Internacional Cervantino (FIC), se erige como uno de los cinco festivales culturales más importantes del mundo, y el primero de América. Uno que ni la pandemia ha podido infectar con su desesperanza.
En octubre Guanajuato es sinónimo de ditirambo, pues aquí confluyen no sólo las Bellas Artes sino ríos de gente que proviene de diversas partes del orbe y que genera una gran corriente por la avenida Juárez, grueso río pluricultural que termina bifurcándose entre los majestuosos teatros, museos, por entre por los callejones degollados por el ladrido de los perros, por la ciudad-laberinto.
La fiesta del espíritu que se celebra en el otoño trae consigo además de la algarabía y el asombro, invariablemente un pulso que galopa como caballos salvajes ante el gozo de una obra de teatro, la música de un concierto, una exposición de pintura, la magnificencia de una ópera o el rito sagrado de la danza; todo es una explosión multisensorial
El FIC nació con la representación en la Plaza de San Roque de los ahora míticos Entremeses Cervantinos -instaurados por iniciativa del maestro Enrique Ruelas con el grupo de Teatro Universitario de la Universidad de Guanajuato-, y ha terminado por convertirse en una celebración mundial.
Para sus festejos de oro este año el Cervantino trae consigo 115 espectáculos en escena, 50 actividades interdisciplinarias y de artes visuales, 34 países participantes, y a Corea de Sur y la Ciudad de México como invitados especiales, con el 50 por ciento de los espectáculos gratuitos. Todo volverá a ser presencial.
Este año se rinde homenaje a los 100 años del muralismo mexicano, esa revolución pictórica que iniciaron Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y que continuaría el guanajuatense José Chávez Morado. También se rinde homenaje a los maestros Enrique Ruelas y Eugenio Trueba Olivares, fundadores de los Entremeses Cervantinos que dieron origen al festival.
Este año la música tropical de la Sonora Santanera y el caló del barrio bravo de Tepito se entremezclan con el K-Pop, las partituras de Ígor Stravinsky o los acordes de Shostakovich, con el jazz, la música persa, las estudiantinas, las melodías mediterráneas de la Nova Cançó de Serrat, el poderoso rock de Caifanes, el teatro interdisciplinario griego o el espectáculo callejero con mecatrónica de la Fura dels Baus. Una larga lista de producciones de alta calidad que coronan los festejos por el 50 aniversario.
Hoy el arte transdisciplinar, las nuevas tecnologías también juegan un papel importante en la celebración de la fiesta del espíritu que tendrá 14 sedes oficiales en Guanajuato Capital: la ExHacienda de San Gabriel de Barrera, el Templo del Señor Santiago Apóstol en Marfil, el Teatro Cervantes, el Templo de la Compañía de Jesús, el Teatro Principal, la Alhóndiga de Granaditas, el Auditorio del Estado, el Teatro Juárez, la Plaza de San Roque, Los Pastitos, El Trasnoche, las Plazas de Guanajuato, el Jardín Unión y las Catacumbas del Mesón de San Antonio.
Hoy esta celebración áurea me hace recordar lo que escribí hace 20 años, a propósito de lo que el Cervantino provoca en mi interior. Este relato forma parte de mi libro Convulso, amargo Babel (Universidad de Guanajuato, 2006), y es un homenaje perpetuo a la fiesta del espíritu y a la ciudad-laberinto que amo
K N O S S O S 2 0 0 2
Comenzó como un largo sollozo, desde dentro, desgarrándome con la furia de un oleaje austral. Y aún no se ha ido. El transitar de cuerpos entre las calles de esta interminable cámara de piedra, es un vértigo fundiéndose con la tarde que cae lenta sobre la dura piel de la cantera.
Camino aturdido entre el saludo cardinal de los tambores al viento, con su ronco grito de cuero tensado, mientras la danza sagital de una rubia cubierta de abalorios atrae las miradas que se dividen entre el ondular neo-morisco y el gesto átono de un clown irlandés girando el mundo en una esfera de cristal; en la reluciente cabellera color plata tibia que una adolescente afroamericana, enfundada en un ajustado traje de vinilo, agita al aire frío del otoño mientras un hombrerobot la secunda con un baile metalizado; la procesión de extraños asalta intermitente el adoquín y lo estrecho de una avenida que conduce a un majestuoso palacio donde, dentro, bajo el bronceado gesto de nueve musas se festeja un lejano ritual de kotos y aroma a cerezos. Solitario entre millares de cuerpos me derrumbo con gesto torpe bajo los duros senos de una escultura que gravita en mitad de la avenida.
Algo se agita dentro mío como una danza de cabellos serpentinos, oscuros como el sabor sagrado del vino que me llena la boca mientras las flautas tañen y me arrojan a un sueño abisal. Creta es la viva madre tierra donde ruedo ebrio de mar y sol, entre interminables pasillos que me conducen hacia ninguna parte y todas a la vez.
Pálido y circular el monotema muscular avanza. Lo acre de su flujo reverbera hasta lo hinchado de mi lengua. El agitarse entonces se incrementa, como un temblor de moribundo. Es en este delirio nebular y arrítmico cuando lo siento dentro mío con mayor fuerza. Y me toma, como un amante dulce que comienza lamiendo la curvatura carnosa de los lóbulos, antes de alcanzar un ritmo gradual de giros y deslizamientos que le llevarán a trazar un camino salival hacia el cuello, los senos y, en un salto cóncavo, al vertebrado sostén de una carne que se consume; como yo ahora lo hago mientras se va posesionando del más ligero movimiento de mis párpados.
Y es entonces cuando lleno de ese recuerdo me arrojo con renovada furia a la búsqueda de una salida en este laberinto de cuerpos. A la búsqueda de Ariadna, a quien no he podido encontrar.
- Intervención fotográfica: Ruleta Rusa