Acabo de planchar algunas de mis camisas. Necesitaba relajarme un poco, y ese ya cada vez más extraño cuidado con la ropa exige que mi atención esté en los pliegues, en las micro arrugas… y no en el pesimismo, en la angustia.

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Trago saliva. Ha sido un fin de semana pesado. Me he enterado de la muerte de familiares de amigos cercanos, de estados críticos de salud de conocidos, de ataques de ansiedad y pánico de mis seres queridos.

De hecho, me he quedado sin el negocio de la caseta de periódicos; el dueño decidió que ya era hora de que se lo entregara. Así lo hice, sin oponer resistencia alguna. Levantarme estos días por las mañanas, después de siete años, sin encaminarme a ese inmueble de lámina, ha sido liberador y angustiante a la par.

A ratos pienso reactivamente con rabia, con encono. No falta el hijo de puta gordo que escribe, desde su comodidad, que nos quedemos en casa. Es fácil decir eso cuando te subvenciona el gobierno escribir novelitas donde se habla de lo podrido del sistema. Parece como si el barrigón le mordiera la mano a su amo, no es así, simplemente le lame el pito. Y se vale, qué no se vale en este mundo.

Pero a su vez, en mi neurosis, quisiera ver a todos mis vecinos, a todos en el mundo, encerrados para que esta cosa llamada pandemia se acabara. Cada que iba a la caseta lo hacía con miedo a contagiarme, y no tenía de otra, después de todo ese negocio me daba para los frijoles, para la cocacola y el café.

Sí, como, ingiero cositas que no recomienda la nena vegana, la que presume su cuerpo fit, su cercanía con los astros y las divinidades que la protegen de no salir a ver las calles infestadas de gente que parece no temer nada

Percibo a un maniqueo en estas líneas. Cierto. Yo haría lo que el panzón hace, lo que la chica verde hace, por qué no…

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No borraré lo anterior. Me sirve de muestra para darme cuenta con qué facilidad ninguneamos a tales personas. Sí, yo también soy proclive a los exabruptos, a la maledicencia, al anatema sin fines cómicos. Es difícil conservar un juicio imparcial cuando la angustia te muerde el culo sin avisar.

Qué hago ¿Lloro, como hacen todos los que se proclamaban inmunes ante el virus chino y hoy están diciendo “me equivoqué, pero seguro esto es una conspiración”? ¿O vendo líquidos milagrosos a personas de buena voluntad que dicen “no pierdo nada con ingerir eso”? ¿Quizá pueda hacer de párroco en las redes sociales y escribir sendos sermones a toda la gentuza ignorante que no usa cubrebocas, a todos los políticos pillos que roban y tranzan con la enfermedad? ¿También es valido rogar oraciones por el enfermo, que nos importa una mierda pero que sirve de gancho para llamar la atención y hacernos notar como un ato de buenos ciudadanos?

¿O despotrico, sin ton ni son?  

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Tuve Covid, toda mi familia estuvo contagiada. Mis padres estuvieron en la cuerda floja. Aún viven, por fortuna. Qué hicimos. Cuidarnos. Encerrarnos. Aceptar la buena voluntad de mi hermano que nos abastecía de alimentos.

Yo, pese a ser positivo, salía a la farmacia, a la tienda, con un KN95 y mucho cloro en las manos. Me entregué, de alguna manera, a la muerte, a Dios y dejé de tener miedo. Simplemente iba viviendo el día. Ajeno a las noticias, a los pleitos de consientes e inconscientes de la pandemia. Para qué diablos iba a escuchar cifras falsas ¿para pelear con quien las edita, para exigir que fueran reales?

Ya lo creo, como cuando estás frente a la caja idiota y le gritas al púgil que ateste un golpe fulminante. Así es la caricatura. De buenas a primeras dejas de ser un don nadie para convertirte en infectólogo o en entrenador de box. Estaba ocupado, como mis hermanas, en asistir a mis padres, y de paso, en tomar algunos cursos, en leer libros y en agradecer un simple amanecer.

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Hace poco leí la entrevista a una eminencia científica. En algún momento le preguntaban qué haría usted, qué hubiera hecho usted de estar a cargo de las políticas de salud en este estercolero llamado México. Y su respuesta fue, después de tirar patadas, pedos y mierda a la ciudadanía y a los políticos, no lo sé, pero todo está mal. Yo también, y supongo que muchos, tenemos en el pico esa respuesta. Sólo que no tenemos siete postdoctorados y muchas becas. El chiste es decir, yo también tengo miedo, pero con una jerga digna de sopor.

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Me pide un amigo que escriba sobre lo peor que ha sacado esta pandemia de los seres humanos. No tengo respuesta ni gana de desarrollar el tema. Tampoco me pega la gana hacer listas macabras

Eche un ojo a su teléfono móvil, encienda el televisor, la radio, lea el periódico y caiga en cuenta por su propia mano qué pasa. Puede que su vecino, usted mismo, ahora estén de luto.

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Me quedo con algo, y me importa un bledo ser tildado de cursi o tonto, con la mano amiga que me brindó ayuda en los momentos más oscuros de mi enclaustramiento. Esa mano que son muchas manos valientes. Agradezco a cada una de las personas que se comunicaron conmigo para desearme salud a mí y a los de mi familia. Me hicieron sentir que no estaba solo.

Qué nos dejará esta pandemia. No lo sé. Supongo que lo que nos han dejado las guerras. Amor y odio. Crímenes y milagros. Un montón de gente aferrada a la vida y una tanda de hijos de puta que deploraran de ella.

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Después de todo este no decir nada, porque lo único que he hecho es abrir la cabeza y darme cuenta de mis confusiones, puedo decir algo que subyace a este desgarriate: me gusta vivir, pese a que mañana, cuando me anude la corbata y me coloque el KN95, no tenga idea qué haré con mi vida, salvo conservarla, en la medida de mis posibilidades.

No me siento solo en esta confusión, sé que abundamos los norteados. Que lo confesemos o no, ya es otra canción.  

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Hoy, con todas las aciagas noticias que me han llegado, me siento cansado y triste. Pero a su vez, hay brotes de optimismo en mi fuero interno. Sé que este virus llamado humanidad no desaparecerá pronto, por más que así lo deseen los profesionales y merolicos de las debacles.      

  • Ilustración: Jan Sanders van Hemessen