¿Cómo suena el latir de un corazón cuyo sonido se reproduce en el puño del músico que golpea acompasado el chelo en escena?
Dicha evocación se magnifica en el silencio de la sala donde una novela se ha vuelto teatro, la muerte de la letra impresa toma una vida cual cuerpo que de pronto resucita, así, de entre los muertos.
Basada en la novela de Margo Glantz, El rastro, el montaje es una adaptación que irriga con pura imagen todo a su paso.
La historia de Nora García, una chelista que asiste al entierro de Juan, su ex marido pianista al que le llega la muerte por un infarto, es el entramando principal tanto de la novela como de la puesta en escena, donde el músculo, que se detuvo de improviso, tiene un papel preponderante.
“El corazón tiene impulsos que la razón desconoce”, repetirá de continuo Nora García, ya en éxtasis, ya en disertación en pleno funeral o para tratar de explicarse con socarronería cómo es posible que ese hombre no hubiese -contra todos los vaticinios-, haberse muerto solo como un perro.
La adaptación hecha por la dupla argentina (Alejandro Tantanián, como director, y Analía Couceyro, com protagonista) funciona en 50 minutos con un ritmo ágil, sustentado en lo mínimo, los huesos de ese texto de Margo Glantz que teje un extenso soliloquio
Couceyro, vestida apenas con una falda y blusa quizá inapropiadas (lo confesaría) para la ocasión, sostiene de pe a pa montada en sus fosforescentes zapatos verdes, un monólogo que desgrana y concentra todo el periplo de la relación compleja que tuvo con Juan.
A la puesta le bastan tres sillas de madera, un diseño sobrio de iluminación, la presencia constante del violonchelista en el fondo y la potente actriz para urdir los años, las manías, la complicidad musical, las filias o fobias del cotidiano que por años llegó a construir la pareja.
La también directora pone en presente la luminosa escritura de Glantz, la retuerce, le encuentra el sentido musical total de esta celebrada novela (finalista del Premio Herralde en 2002), y se la mete en el cuerpo desde donde hace resonar, bombear en el aquí y ahora cobijada de recuerdos, un montaje que, desde su estreno en 2014 en Argentina, levantó los ojos de la crítica por la célebre adaptación del texto de la mexicana.
Y es la música (ya lo dijimos), tanto la que cubre toda la obra, la teatral y la específicamente novelada, el contrapunto perfecto al monólogo de Nora. La música en vivo y en directo como coprotagonista fundamental.
El director toma los puntos clave de la historia, hace de un texto largo una pieza teatral circular y no deja fuera los variados intereses que habitan en El rastro. Incluye ese leitmotiv que es la novela El idiota de Dostoievski con el pasaje de la muerte de Natalia Filíppovna, apuñalada en pleno corazón sin que salga una gota de sangre.
Nora añora -tanto en la escena presente como en la novela-, ser amada de esa forma.
Esta es la primera ocasión que una novela de la ensayista y merecedora de los premios Sor Juana Inés de la Cruz (2003), y FIL (2010), entre muchos otros, se lleva a las tablas, pero no por alguna agrupación nacional, sino por un equipo artístico del extranjero.
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Para quienes hallan leído El rastro, advertirán que se trata de una novela cultísima, extremadamente gozosa, donde a la par de todo lo que sucede en el velorio, se instala la disección quirúrgica de las enfermedades del corazón, sus consecuencias, el carácter del antes amado y sus rutinas, toda una exploración al campo de la anatomía de los comportamientos humanos, quizá un poco a lo Dostoyevski.
A lo mejor además sea una novela perfecta para los melómanos o los músicos o quienes se sientan atrapados en amores incomprensibles, nadie sabrá bien a bien las fibras que se toquen en cada momento para quienes lean.
Las Variaciones Goldberg, de Bach, también es una constante en la novela, como la figura del pianista Glenn Gould.
Figura del teatro off y el circuito cultural en su país, Analía Couceyro ha adaptado otras obras clave de la literatura para llevarlas a escena. Así lo hizo con Tadeys, la novela de culto de Osvaldo Lamborghini, quien la dejó escrita en 1983.
La versión, calificada de corrosiva, tuvo también la colaboración de Albertina Carri.
El nervio óptico (Anagrama) de María Gainza, fue tema de la actriz para recorrer en siete monólogos con igual número de actrices, el Museo Nacional de Bellas Artes en Argentina.
Recientemente, Couceyro tomó los relatos de Mariana Enríquez para hacer teatro en los cementerios.
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De un verde limón, tan agrio como varias partes de la historia o tan agrio y absurdo como un velorio es la portada, mejor dicho, las tapas completas de El rastro, que reeditó Almadía como parte de su colección De nuevo.
Esta reedición de 176 páginas incluye (como todos los de la colección) un posfacio y contraportada escritos por Margo Glantz.
En el posfacio, fechado en agosto de 2019, justo veinte años después de ese año en que la propia autora escribe como primer borrador de la novela (1999-2001-2002), Glantz devela buena parte de las claves que dieron forma a El rastro
La primera imagen que permanece es lo que llama “una vez fui a un entierro del pueblo”.
De esa mezcla variopinta, de esa mierda que pisan todos por igual, de ese cuadro en procesión donde son polvo ricos y pobres, Margo Glantz bebe y hace saber a lectoras y lectores la investigación exhaustiva que supuso la escritura, entre otras anécdotas.
“Decidí que mis protagonistas fueran músicos, una chelista y un pianista. Explorar una obsesión mía, la de los usos del cuerpo femenino: las mujeres a quienes en otras épocas les prohibían tocar el chelo porque para hacerlo tenían que abrir las piernas o montar a caballo a horcajadas, tema que también visité en mi novela ‘Apariciones’ ”.
- Foto: El Sol de México