Hay políticos que envejecen con su tiempo. Otros, en cambio, envejecen contra él. Donald Trump pertenece a esta segunda categoría: no porque se haya vuelto obsoleto, sino porque su discurso, su estilo, su violencia performativa son residuos activos de una época que se niega a morir. Es el síntoma reactivo de un imperio en decadencia, y como tal, necesita gritar más fuerte, castigar más duro y amenazar más alto para seguir siendo visible.

La propuesta de imponer un arancel general del 10% a todas las importaciones, anunciada como parte de su plan de gobierno si regresaba a la Casa Blanca, no es sólo una medida económica: es una declaración de guerra simbólica. Un mensaje dirigido tanto a sus adversarios internos como al resto del mundo. El comercio, que solía ser la herramienta diplomática del capitalismo, se convierte ahora en un arma de destrucción masiva de relaciones internacionales. No hay aliados, sólo cómplices o enemigos.

Este gesto, profundamente proteccionista y autodestructivo, ha sido calificado por medios estadounidenses como un “ataque fascista a la economía mundial”. Y con razón. No es una táctica negociadora: es una bomba ideológica. Afectaría a China, por supuesto, pero también a México, Canadá, Japón, Corea del Sur, e incluso a los países europeos con los que Estados Unidos aún mantiene vínculos históricos y estratégicos. Se trata de desmantelar el orden multilateral, no para construir otra cosa, sino para reafirmar la imagen de un líder que gobierna por pulsión.

Lo alarmante no es la brutalidad de la medida, sino la tibieza con la que ha sido recibida fuera de Estados Unidos. La Unión Europea se limita a expresar “preocupación”. Alemania, que sería una de las grandes perjudicadas, prefiere mirar hacia otro lado. Francia masculla críticas discretas. Y mientras tanto, el proyecto europeo, que alguna vez se pensó como alternativa ilustrada a la violencia imperial, actúa como un espectador asustado. Hay, en todo esto, una mezcla de cobardía, dependencia y decadencia.

Y aunque hoy tanto China como la Unión Europea (sin Hungría) han respondido más enérgicamente, exigiendo respeto a la negociación, se viene, otra rabieta aún más hilarante por parte de Estados Unidos.

Trump grita no porque aún tenga fuerza, sino porque su tiempo se agota

Pero los que no gritan, los que apenas susurran o callan, ¿en qué tiempo viven? Si Europa sigue creyendo que puede sobrevivir apelando a valores sin defenderlos con acciones, se equivoca de siglo. El mundo ya no es un tablero de alianzas: es un campo de tensión permanente donde las democracias que no actúan se disuelven.

Pienso en aquello que menciona Sloterdijk, eso de un “cansancio de ser moderno”. Tal vez eso me ayude para explicar el ascenso de figuras como Trump: la modernidad, incapaz de reinventarse, produce monstruos crepusculares que simulan vitalidad a través de la agresión. Y los demás —aliados, instituciones, sociedades—, paralizados por su propio descreimiento, asisten al espectáculo sin interrumpirlo.

Pero lo que representa Trump excede incluso a su país, a su electorado o a sus delirios autoritarios. Su arancel no es una simple medida económica: es el síntoma de una mutación histórica más profunda. Leyendo a Kojin Karatani, en La estructura de la historia del mundo, veo que distingue entre tres modos fundamentales de organización social: el modo de intercambio recíproco (comunal), el modo del Estado (tributario) y el modo capitalista (mercantil) y no puedo evitar pensar que Trump no se mueve en solo en uno: combina el nacionalismo arcaico del tributo con la lógica especulativa del capital. Pero lo hace con una salvedad decisiva: ya no busca ordenar, sino romper. Ya no quiere estabilizar imperios, sino explotarlos como si fueran empresas en quiebra.

Su política exterior no reproduce el modelo imperial tradicional, sino su caricatura parasitaria. En vez de ejercer dominio mediante instituciones, lo hace a través de amenazas comerciales, abandonos estratégicos y extorsión diplomática. Karatani apunta que los imperios modernos ya no necesitan colonias físicas, sino mecanismos de control financiero y coerción comercial. Pero ahora, incluso esa forma de racionalidad se está resquebrajando. La amenaza del arancel no es una estrategia de dominación, sino un gesto de venganza. Es el chantaje de un poder que ha perdido la voluntad de permanencia.

Luego me viene a la cabeza, Mark Fisher, que, sin darse cuenta, captó con precisión el estado emocional del presente, cuando dice: vivimos atrapados en un sistema que “nos enseñó a no esperar nada”. Y es que su realismo capitalista no sólo disolvió las utopías, sino también la capacidad de pensar alternativas. Y lo traigo a cuento, porque sostengo que Trump, paradójicamente, se presenta como una ruptura, pero es el epítome de ese encierro. Su discurso castiga a los otros países por prácticas que son estructurales al mismo sistema que él representa. Su proteccionismo es performativo: no protege a nadie, pero fabrica la ilusión de que algo se está haciendo. Lo real ya no importa. Lo eficaz es el simulacro.

En este sentido, su política es perfectamente coherente con la depresión cultural que Fisher describió: un tiempo sin futuro, donde todo se repite como una broma de mal gusto. La amenaza arancelaria es sólo un nuevo remix del viejo eslogan: “Estados Unidos primero”, que en realidad significa “los otros últimos”. Pero también, y sobre todo, significa “nada después”.

Y eso, quizá, es lo que más perturba: que ni siquiera el desastre parezca abrir una puerta. Trump no destruye para fundar, destruye porque puede. Porque el ruido llena el vacío. Porque la crueldad viraliza. Porque todo lo demás —la cooperación, el derecho, el equilibrio— ha sido convertido en debilidad

Ante esta escena, Europa duda, balbucea, calcula. La razón ilustrada, agotada y burocratizada, se enfrenta a una irracionalidad estratégica que la supera. Y el mundo entero, en silencio, espera el próximo tuit, el próximo rugido, el próximo capricho de un ególatra que, sin embargo, sigue marcando el ritmo de una geopolítica sin brújula.

Trump, con su teatralidad vengativa, no es el autor de esta crisis, pero sí su vocero más eficaz. Sus amenazas —como esa fantasía de aranceles generalizados— no deben ser leídas sólo como políticas económicas, sino como actos de guerra cultural contra cualquier forma de cooperación, racionalidad o comunidad internacional. Cada gesto, cada propuesta incendiaria, cada burla lanzada contra sus socios, es un recordatorio de que estamos en una era donde la disolución del mundo se gestiona como si fuera entretenimiento.

Y, no obstante, nada de esto sería posible sin el estado de descomposición en que se encuentra la modernidad capitalista. Bolívar Echeverría, en La modernidad americana, lo dijo con una lucidez estremecedora: “la modernidad, desgarrada entre su versión ética y su versión cínica, ha tendido a realizarse bajo la forma de esta última”. Lo que digo, es que, esto que vemos en Trump no es un accidente, sino la expresión brutal de esa modernidad cínica llevada a su máxima eficacia. Una modernidad que ya no promete libertad, sino inmunidad. Que no busca convivir, sino excluir. Que no construye futuro, sino administra ruinas.

Carlos Oliva Mendoza, por su parte, ha descrito con precisión este desplazamiento hacia un capitalismo estético, semiótico, espectacular, donde el valor ya no se sostiene en la producción sino en la escenificación. En este teatro cruel, lo importante no es gobernar sino significar: no resolver, sino representar el gesto de resolver. La política, como mercancía, exige ahora una gramática de la amenaza.

Y quizás por eso Trump no ha desaparecido: porque aún no hemos desmantelado el suelo que lo sostiene. Porque los valores que dice destruir ya estaban vaciados de contenido. Porque su violencia no encuentra freno en un mundo que ha normalizado la humillación como táctica y la indiferencia como ideología.

La pregunta ya no es cómo frenar a Trump, pienso, sino cómo imaginar un orden que no lo necesite

Un mundo que no gire alrededor del castigo, del mercado absoluto ni del espectáculo de la destrucción. Porque la amenaza no es él, ni siquiera el trumpismo: es la naturalización de un orden que ya no necesita sentido para imponerse. Es la sustitución definitiva de la política por la administración del daño. Lo que está en juego no es quién gobierna, sino qué tipo de mundo es aún pensable. Trump no regresa porque sea deseado: regresa porque lo posible ha sido reducido a sus escombros. Y porque, como dijo el buen Benjamin, “el enemigo no ha cesado de vencer”.

Quizá el verdadero gesto radical hoy no sea resistirlo a él, sino reconstruir los lenguajes, las instituciones, los cuerpos y los imaginarios que permitan pensar —de nuevo— lo común.

No para restaurar un pasado ilusorio, sino para romper, al fin, el ciclo sin mundo de los ególatras.

  • Fotointervención: Especial