La publicación este año del libro, Spinoza Freedom’s Messiah -aún no traducido al español-, del escritor anglo-holandés Ian Buruma, me hizo recordar el pequeño escándalo que se produjo en 2021 en Ámsterdam, cuando el rabino de la sinagoga portuguesa de esta ciudad reafirmó la prohibición de la obra de Spinoza, por hereje.
La comunidad judía portuguesa de Ámsterdam proscribió en 1656 los escritos del filósofo por considerarlos herejes. De haber existido en los Países Bajos del siglo XVII una Inquisición al estilo de la de España, Baruch Spinoza habría sido mandado a la hoguera. Afortunadamente esto no sucedió, pero el filósofo judío fue expulsado de la comunidad para siempre.
Estaba prohibido tener cualquier tipo de tratos con él. Su ‘herejía’ fue cuestionar a Dios —tal como lo conciben las tres grandes religiones— y proponer que todo lo que existe hace parte de una sola cosa: la naturaleza.
Pero era además su independencia intelectual, su cuestionamiento de los textos religiosos, lo que los rabinos veían como una amenaza.
Lo que casi nadie sabía es que, tres siglos y medio más tarde, y a pesar de que Spinoza está considerado como uno de los grandes filósofos del pensamiento occidental, cuyas ideas están en la base de la Ilustración, esa proscripción aún está vigente y no puede derogarse.
Este asunto se removió cuando un académico estadounidense pidió permiso a la Sinagoga para consultar los documentos que ellos poseen relacionados con Spinoza. El rabino le contestó no solo negándole el acceso a la sinagoga, sino declarándolo persona non grata por el hecho de querer estudiar a un autor prohibido. Está visto que los fundamentalismos religiosos no son cosa del pasado, ni son cosa exclusiva del islamismo radical.
El hecho de que en todo este tiempo no se haya anulado la condena a Spinoza resulta incomprensible para sus admiradores y estudiosos. Por eso, en 2015 se organizó en Ámsterdam un simposio con la participación de spinozistas de todo el mundo, con el fin de levantar la prohibición y rehabilitar simbólicamente a Spinoza dentro de la comunidad judía de la ciudad.
Durante el evento fue expuesto al público en una urna de vidrio el documento en hebreo del herem, que es la mayor prohibición que un judío puede recibir de una autoridad rabínica, un texto que, entre otras cosas, dice del filósofo:
“Maldito sea de día y maldito de noche; maldito cuando se acueste y maldito cuando se levante. Maldito sea cuando salga y maldito cuando entre… El Señor no lo perdonará, sino que la ira del Señor y sus celos humearán contra ese hombre… [y] borrará su nombre de debajo del cielo”.
En ese momento Spinoza tenía 24 años. Una vez promulgada la maldición un fanático intentó acuchillarlo fuera de la sinagoga. El simposio mencionado, aparte del debate, no condujo a nada, salvo a concluir que no hay autoridad humana capaz de revocar una maldición como esa…, porque Spinoza nunca se arrepintió. Su condena es eterna.
Pero lo cierto es que, aparte de los inconvenientes prácticos que esta medida le acarreaba, según algunos conocedores del tema, a Spinoza lo tenía sin cuidado la condena, y si viviera hoy, se reiría de los intentos de revocarla.
Era un hombre sobrio. En una carta de Spinoza citada por Buruma en su libro, el filósofo recuerda el pensamiento de Tales de Mileto en relación con la posesión de bienes materiales, cuando dice que, “los sabios no carecen de riquezas por fracaso, sino por elección”.
Spinoza vivía sobriamente, por elección. Al momento de morir sus únicas posesiones eran la cama que había heredado de su padre, una almohada, dos cojines, una sábana roja, unos pocos pantalones y camisas, dos sombreros negros, un abrigo turco también negro, dos pares de zapatos, un artilugio de madera para moler vidrio y lentes (también trabajaba puliendo lentes para instrumentos ópticos), una caja con libros, un pequeño retrato, cuatro mesitas de roble y una maleta. Eso era todo. No necesitaba más.
A pesar de su sencillez y de su ‘pobreza’ material, la reputación de su riqueza intelectual era de tal magnitud que muchos de los grandes intelectuales y figuras famosas de su época querían hablar con él, conocerlo, invitarlo. Buruma trae varios ejemplos de esto. Incluso Luis XIV, el Rey Sol de Francia le propuso que se fuera a vivir y trabajar en el palacio de Versalles. Cualquier persona medianamente vanidosa habría aceptado con gusto, pero no Spinoza, a quien no le interesaba el brillo de los palacios.
Al imaginar a este Spinoza sencillo y modesto, es una delicia leer la descripción que hace Buruma de una visita que recibió un día en su humilde casa de La Haya. El visitante era el joven filósofo alemán Leibniz, que estaba muy interesado en las ideas metafísicas de Spinoza. Leibniz era genial, pero también posiblemente un poco snob. En su enorme deseo de brillar, Leibniz llegó con peluca y vestido con ropas de viaje de última moda. A su lado, cómo se vería el pobre Spinoza, su cuerpo ya asolado por la enfermedad, vestido nada más con una simple bata para estar en casa.
El libro de Ian Buruma no es una biografía más de Spinoza. Su principal mérito, en comparación con biografías anteriores, es que logra acercarnos no solo al pensamiento complejo de este filósofo —muchos están de acuerdo en que sus libros son difíciles de leer— sino al hombre, al ser humano, una persona humilde y extremadamente lúcida. La gente debe tener la libertad de pensar o de creer lo que quiera, decía. Algo que ahora nos parece obvio pero que en el siglo XVII resultaba muy avanzado, además de escandaloso.
Una estatua de Spinoza está situada a un costado de lo que era en su época el barrio judío de Ámsterdam, donde nació y vivió el filósofo hasta que se vio obligado a dejar la ciudad.
Una nueva expulsión, pero ahora de toda la población judía del barrio, se produciría durante la Segunda Guerra Mundial por acción de los nazis. Hoy día, cuando uno camina por esas calles el único recuerdo visible que queda de esa judería son los Stolpersteine, esas pequeñas placas doradas incrustadas en las aceras frente a las casas en donde vivían familias judías que fueron deportadas y nunca regresaron.
En ese sector está todavía la sinagoga portuguesa, pero el barrio ha cambiado tanto que al caminar por ahí es difícil intentar reconstruir con la imaginación la furia de los rabinos del siglo XVII, o la maldad de los nazis del siglo XX.
Lo único evidente es que el sector es hoy uno de los sitios turísticos de mayor atracción de la ciudad, y en la tienda del museo judío, a pocos pasos de la Sinagoga, se vende toda una parafernalia de cosas (postales, llaveros, imanes…) relacionadas con la historia de los judíos de Ámsterdam.
- Ilustración: Daintyvintage