Las luciérnagas han sido mis amigas nocturnas en estos tiempos de residencia en Tárcoles. Todas las noches han centelleado a mi alrededor mientras caminaba por el jardín o descansaba en la hamaca.

Es estación lluviosa y a menudo los estratocúmulos y altoestratos han nublado el cielo. Pocas veces he podido observar a Escorpio y la Cruz del Sur. Pero las luciérnagas siempre han fosforecido.

Esta madrugada entraba yo de la terraza a la casa, para cambiar el ensueño en la hamaca por el sueño en la cama, cuando vi una lucecilla verde titilando con timidez sobre una piedrita roja. No se movía. Me intrigó y la iluminé con mi foco.

Una luciérnaga estaba caída de espalda. Ya no podía volar. Pero su abdomen aún fosforecía. El brillo tenue por momentos se intensificaba en deflagaraciones de pasión por la vida.

Agonizaba. Había sido mi amiga por muchas noches así que decidí acompañarla. Me quedé observándola y escuchándola.

Tasurinchi –el personaje amazónico, machiguenga, de la novela El hablador de Mario Vargas Llosa– me enseñó que las luciérnagas hablan si uno aprende a escucharlas

Yo aún no he logrado reconocer sus voces. Sólo oía el canto de la vida nocturna: grillos, ranas, lechucitas sabaneras, sapos, coyotes. Pero quizá mi amiga sintió que yo intentaba entenderla.

Titiló y centelleó hasta que le llegó el tiempo de la aceptación y la entrega.

Brilló una última vez con su luz de esperanza y descansó. Se fue al firmamento. Allí la esperaba su estrella amante.

Amó hasta el final la Vida en la Tierra y ahorá amará a su estrella en el cielo.

La despedí y sentí el desahogo de la rendición. Me entregué al descanso de la madrugada.

  • Ilustración: AlinaArtsGallery