“Me moriré en Vallejo, cuerdo bien cuerdo/ un día sin agua”. Alain Derbez
- Blues con Sotol y Saxofón
A Alain Derbez lo conocí de refilón en la ‘ciudad del corazón de plata’, durante las jornadas literarias que organizaba José de Jesús Sampedro allá por los ochenta.
Seguramente el músico-poeta no se acuerda de mí, ni de la breve plática sin margen de ganancia, o quizá ni se enteró –ni se enterará– de aquellos versos míos que olían cura arrepentido, a pólvora y huida. Su saxofón abrevaba de un grifo de sotol e infundía urticaria en las paredes.
De un celestial gajo de nubes velardeanas bajó de pronto una hembra con modales de virgen enclaustrada acabando de abrirse al ‘mundanal ruido’: alguien dijo que en su escote de luna y nubes de ámbar los mismísimos ángeles cantaban.
Era un día, o más bien una noche, en que todos sentíanse poetas, por ejemplo aquel tipo de nombre Maximino: quiso sacar pajarería de sauces, serpentinas o algún fútil conejo desde el fondo pueril de una chistera, más su única magia fue el ridículo.
Lo recuerdo: Zacatecas derivaba trémula y pausada de algún cuadro de Goitia o Coronel; Macías afinaba una guitarra con rayos del paraguas de Huidobro; Alejandro lucía su Coecillo en sus tonalidades más efímeras / ya a punto de navegar el ‘río del muerto’; Sampedro repartía aureolas de doble filo a los viandantes de aquella romería.
Era diciembre y hacía un frío enorme. También recuerdo que regresé a mi casa ardiendo en calentura por culpa de un adenovirus proveniente de Kenia, Pakistán, o algo así, que a punto estuvo de entregar mis carpetas untadas de maguey dasylirión al mismísimo creador.
2. La insana distancia
Paulo Coelho y James Joyce no están tan distantes como pudiera parecer. Los extremos se encuentran: la sofisticación del discurso que todos citan o palabrean, pero pocos leen [Joyce] y el discurso collage ramplón para alimentar la pereza lectora [Coelho]. Aunque el collage literario que refríe cosas ya dichas ha sido históricamente un recurso muy usado (citas camufladas al texto, adagios, frases hechas, versos refilados presentados como propios, etc). Lo usó Cervantes en ‘el Quijote’, lo usó Góngora en sus Letrillas, lo usó Darío en innúmeros versos de tono afrancesado (resabios / casi plagios de Victor Hugo, por ejemplo, en su Marcha Triunfal), lo usó Eliot en Tierra Baldía y en los Cuatro Cuartetos. Pero sí, hay niveles, y el de Coelho está a varios años luz de los nombrados. Se ha dicho (o exagerado, sin comprobación formal) que de cada cien libros leídos (o únicamente comprados) a nivel mundial, cuatro son de Paulo Coelho. Por eso andamos como andamos. Coelho es una pandemia silenciosa peor que el propio Covid: 320 millones de víctimas, más el contagio seguro del entorno cercano a esos muchos lectores de Coelho.
Lo que sí hay que agradecerle al brasileño es que a su burda manera promueve la lectura, Joyce por lo contrario es jitanjáfora de la farsa lectora.
3. El entrañable José Pérez Chowell
Conocí muy bien a José Pérez Chowell. Vivió mucho tiempo en un edificio de la calle Tres Guerras entre Morelos y Torres Landa, y luego en el Edificio Samuel W. Jones, en Irapuato zona centro. Fumaba como chacuaco. Era mi cuate. Chistosísimo el tipo, y a veces muy agudo en sus comentarios. Llegó a Irapuato después que Miguel de la Madrid intervino y tronó la revista Impacto (en donde laboró por varios años). Su medio de vida desde entonces fue la docencia esporádica en escuelas particulares y una columna (de título Miserías) en algún periódico local, en donde se peleaba de lunes a viernes con amigos y enemigos. Asistía a los comercios a ofrecer menciones entreveradas en sus artículos al costo de cien pesos. Cito: “Abres el periódico y encuentras que a tu artículo de ese día lo titularon con una palabra inexistente, porque la ‘cirimía’ no es nada, confusión que nació de la ‘chirimía’ que es un instrumento musical de viento. Y a propósito de instrumentos musicales, ¿ya se dieron una vuelta a la esquina de Hidalgo y 16 de septiembre? Ahí encontrarán lo mejor de lo mejor en instrumentos musicales, y al mejor precio”.
Todo un personaje el Pérez Chowell. Su última gran puntada fue un monólogo, que presentó en lo que hoy es el Teatro de la Ciudad, escrito y actuado por él mismo, al que tituló SOY YO. A medida que transcurría la obra, aquel incipiente actor de 70 años se iba desvistiendo hasta terminar en cueros. La obra concluía cuando se vaciaba una cubeta de agua fría en la cabeza mientras pronunciaba un emocionado y engoladísimo: ‘Soy yo‘. Era el mes de diciembre y hacía un frío perrísimo. La obra tuvo una sola representación porque el hombre terminó con una fuerte pulmonía de la que nunca se recuperó y al paso de los días quizá le provocaría la muerte.
Traía muchos demonios dentro, pero los ocultaba bajo una eterna y reluciente sonrisa. Cuando te aludía en su texto periodístico, tú decías, ahora si mato a este cabrón, pero te lo encontrabas y terminabas invitándole un café con su respectiva tanda de cigarros.
Incisivo periodista, mal novelista (¿recuerdan la novela El Guarura?), peor dramaturgo y aún peor actor, pero entrañable: el buen José Pérez Chowell.
4. Para un libro de mil páginas esá es una note breve: El Coecillo de Alejandro García
“Viví una noche en territorio enemigo, de ires y venires, de respiraciones sofocadas y de lamentos de aquí y allá, hasta que un gallo me dijo que la felicidad es corta, que la ciudad era enemiga y que debía volver a mi casa con cuidado de no caer en la trampa de la gran cacería”.
(Alejandro García, Dodecamerón, pag. 35.).
El recorrido empieza hace aproximadamente treinta años con La noche del Coecillo (antes, dos libros iniciatorios: Perdóneseme la ausencia y A usted le estoy hablando). Una forma de narrar diferente se manifiesta: los personajes humanos están / estarán subordinados al espacio geográfico, sus recovecos más íntimos y sus expresiones particulares. El barrio imbuye / intuye su personalidad colectiva en cada individuo avecindado en sus adentros. Todo ocurre para justificar la presencia en ese trozo de tierra en el que se ha nacido para gracia o desgracia. El barrio es destino y ruta, Salsipuedes, Edén y cementerio.
Como sugiere Cortázar en Los premios, es el vulgo (a ras de mundo, hechos y lenguaje; a contracorriente de la verosimilitud) quien cuenta la verdadera historia. Desde ese enfoque, la verosimilitud (verdad de la ficción) sería el juicio de los pusilánimes no el de los pobladores de tal vecindario curtido en sueños imposibles y absurdos cotidianos. El alma no sería de ninguna manera la conciencia del Dios que supuestamente los habita sino ese desmesurado personaje, la ciudad, actuando a través de las normas atípicas del barrio, se nos dice. Somos cuento, vida en la fantasía del lenguaje. ¿Urdir consejas será la única manera de perdurar? Huella somos y en el camino andamos. Y ser cuento es también mantener la entraña al máximo de su singularidad, de su tegumento humano: recordar que igual que somos materia, somos brasa de infierno y a la vez plegaria de todo cielo. Todas esas imágenes nos conducen a la retentiva de lo no previsto: la sombra de aquello no expresado: nosotros mismos en nuestra más colorida y verosímil vestidura de fábula.
Dodecamerón (Alejandro García, Taberna Libraria Editores, Zacatecas, México, 2022) contiene en su mayoría un recuento (accidentado, fraccionado) de historias provenientes del barrio bravo de la infancia –filtradas por el tiempo, la práctica misma de la escritura, las diversas estancias profesionales del leonés, la memoria oficiante– y apenas delineadas en aquel libro señero.
El Coecillo presente en cada proyecto literario de García no es el equivalente –guardadas las distancias– de el Aleph borgeano, aquel de uno y todos los caminos abiertos a la revelación luminosa, sino su contraste: el Noúmeno bioycasareano que ve permanentemente su propia desgracia al asomarse al espejo interior. Mil y un caminos de recorrido laberíntico. Dodecamerón: un texto que se piensa entidad total.
“Por eso el mundo incineró a miles, persiguió a millones, inventó los métodos más brutales para excluir. No le puedo decir más porque suena a riña entre los defensores de una fe, déjeme ir a casa a rendir culto a mi soledad y a la iluminación que me ha dado su oscuridad”.
(Dodecamerón, pag. 220)
La noche del Coecillo es pues, el germen vibrante de este libro: la forma de contar salsipuedeña, el tránsito a contacorriente de la vida, los personajes que negándose a sí mismos confirman su ser auténtico: el lenguaje en negación perenne de su propia sustancia no es ya instrumento de comunicación sino barricada de asombro contra esa vocación primaria.
Los textos contenidos en esta amplísima propuesta de relato de fuelle oscilante / novela de desarrollo abierto / crónica interior / bitácora de viaje, arropan y dan cuenta práctica de los temas y recursos presentes en la amplia obra narrativa del gran escritor leonés. Dodecamerón: aventura de lenguaje al calce de la vida misma, registro pormenorizado de las influencias. Igual que en el resto de su obra aparecen Cortázar (el perseguidor perseguido), Joyce, Borges, Roa Bastos, Lezama Lima, Raymond Carver, y por qué no, el Octavio Paz con vislumbres de fino cuentista. Las abundantes páginas de este libro poblado de andenes interminables y alusiones inhóspitas —inmisericordes a veces— imitan el fluir mortecino de esas callejas en donde ‘la vida no vale nada’. En las diferentes instancias de su periplo discursivo el autor ha recurrido siempre al amparo de algún guía ficcional de cabecera.
Hay un cuento de Paz, Maravillas de la Voluntad, con el que encuentro notorias correspondencias en varios textos de este volumen. El texto que menciono forma parte de Arenas Movedizas, conjunto experimental, en el que el gran poeta mexicano trata de demostrar, entre otras cosas, su teoría de que el cuento es el gozne obligado entre novela y lírica. Parafraseando el título de aquel libro–suma de la obra del gran Gilberto Owen, Arenas Movedizas pretende un recorrido de la prosa narrativa a la lírica en un mismo viaje, en donde se expliquen las acciones humanas como valvulas vitales y creativas del inconsciente.
Los personajes humanos, cuando existen, representan y ejecutan, no experiencias planas de lo real, sino discursos de lo intuitivo, de aquello no supeditado a la voluntad. En estos textos (igual que en el Ramo Azul del mismo cuentario de Paz, y su imagen maravillosa y terrible de un ramo de ojos azules) el detonante sería la intuición sensible que desemboca en lo poético o en el asombro común de ese hacer, como en muchos de los relatos de Alejandro García en el Dodecamerón. El personaje Pedro, del cuento referido, es precisamente una metáfora del disparo intuitivo que precede a lo poético y a su vez la consecuencia carnal de tal discurso. En cada final de relato del Dodecamerón, además de la anécdota impresa, algo queda por ocurrir, un ocurso poético que se sugiere pero nunca se nombra, como en el caso de los textos de Paz que he traído a cuento.
“Suave línea sobre mi deseo, ansia de olvidarme de las grandes causas y de entrar a su gruta de arpegios y toques eléctricos, donde la liquidez y la solidez pelean cuerpo a cuerpo y sólo me queda rendirme”.
(Dodecamerón, pag. 769)
A lo largo del prolongado y sinuoso camino del Dodecamerón, la supuesta interacción narrativa con el lector es un juego sarcástico (del tipo Borges) para probar y poner en evidencia la falta de pericia de cierta clase de lectores acostumbrados a los argumentos lineales, previamente resueltos por el autor.
Se necesitan agallas y oficio para bordar en clave cotidiana alrededor de un clásico (el Decamerón, en este caso) sin demeritarse o demeritarlo. El título alude sobre todo a la cantidad de textos, a la desmesura misma de la empresa abordada, a la gran salvedad entre ambas obras –yendo a la frase de Las Ninfas de Fiésole reinterpretada por Boscán– de que amor no es todo cuanto aquí se trata (sino del intenso drama de amor / desamor de la ciudad), al humor irreverentemente ácido que comparten, y al hecho aciago de que ambas obras fueron escritas en medio de pandemias con grandes cifras de mortalidad. Es más, ambos libros (el Decamerón original y su émulo, Dodecamerón) comparten ciertas coincidencias numéricas: el Decamerón fue dado a luz en el año 1348 y el año de publicación de Dodecamerón fue el 2022. Entre ambos libros existe una distancia de 674 años, cifra que multiplicada por dos da como resultado la cifra inicial de publicación de el Decamerón original: 1348.
En este viaje narrativo, el leonés continúa fiel a su estilo de desenfadados tintes lezamajoycecortazareanos que abrevan del aliento crudo y llano del barrio bravo. Siempre certero a la hora de definir las líneas y herramientas narrativas de cada asunto, García no lanza pirotecnia al azar para que pueda ser resuelta y cohesionada por el probable lector, precisamente porque en este caso la fisonomía clara, la lectura fácil, no existen. El receptor tiene que joderse a encontrar el hilo narrativo de cada historia, su relación con el conjunto, y a partir de tal encuentro rescatar el propio rostro, recontar la historia personal ante el espejo de “la ciudad” que lo persigue en plan de confidente despiadado. La intención es que el texto vaya abriéndose permanentemente a novísimas lecturas y ofreciendo en cada incursión diferentes posibilidades de síntesis. De nueva cuenta “la ciudad” es el gran personaje.
Y aunque se pensaría que la entraña debiera circunscribirse a un espacio muy reducido en donde confluyan únicamente asuntos de vitalidad mayúscula al filo del precipicio almático, el Dodecamerón de García —a pesar de su vastísimo universo de páginas y variopintos personajes e historias— es un libro entrañado que encuentra siempre una salida airosa en el humano resplandor de lo trivial y en el humor a pie de calle. Los personajes, como ocurre casi siempre en la obra del leonés, se mueven –en el universo del barrio popular, ya se dijo– entre esos humores entrañables por incisivos, violencia verbal y atmósferas sombrías, bajo toques manifiestos del denominado ‘realismo sucio’.
Mayúsculo reto: desde qué guiño, contexto, lugar físico, alarde u omisión, hemos de abordar este libro, voluminoso en todos los sentidos posibles. ¿Por reducción? Imposible, pues sería aceptar que Alejandro García en esta doble apuesta de oficio ante el Decamerón original, en una suerte de desmesura ególatra, ha confundido lo grandote con lo grandioso. El volumen en cuestión tiene casi mil páginas (366 textos) y pesa exactamente 650 gramos.
Dodecamerón: lectura obligada y necesaria para quienes deseen bucear en los fondos menos superficiales de la literatura guanajuatense.
- Ilustración: Jorge Barajas