Esa mañana de miércoles sin fecha, cero a la izquierda ante eventos históricos que están por venir, llegó.
De labios del mensajero estrella de la Universidad donde trabajo, escuché mi nombre y no lo reconocí del todo en su voz. Solté el cepillo de aire que uso cada vez que debo estar presentable para la televisión y acudí a ese llamado inesperado sin que se me notara el asombro.
Ahí estaba él. En un sobre amarillo Luis Felipe viajó no sé por cuantos días, estaba completo y transformado. Enfundado en pastas azules y presumiendo ciento sesenta y cinco páginas como extremidades. Se dirigió a mí diciendo: Yo fui un chico cursi, del Viajero inmóvil.
Lo primero que pude pensar al verlo (mientras sonreía de lado) fue: “Sigues siendo y siempre serás un chico cursi”.
Me equivoqué
Me equivoqué desde el momento en que creí que sus historias me habían llegado a tiempo y que podrían refrescar mi presente. Me equivoqué porque el objetivo de Luis Felipe no era sacudirme a mí sino a aquellos que se encuentran en la edad que punza, en los años de todos los que perpetran y disfrutan los pequeños crímenes del corazón al tiempo que bajan a los padres del altar al que sólo suben los todopoderosos.
De rebote, ya lejos yo de esa edad, y antes de conocer así a Luis Felipe página por página, me propuse trasladar mi necesidad de admitirme cursi y enamorada a su sinceridad característica para reconocer lo que fue y ya no es, lo que perdió y ganó, como yo, como cualquiera, como todos.
Esa misma noche de miércoles (insignificante) comencé a leerlo. De entrada y a media luz, el título puede predisponernos y hasta incomodarnos. Parece decirnos: “Pobre de ti que sigues creyendo, regalando rosas o maquillándote en extremo para agradar a otro”. Conforme vas devorando personajes te ves en la necesidad de aplicar la frase: No juzgues un libro por su portada.
Desde el epígrafe de Bonifaz Nuño supe que “sincero” no iba a ser suficiente
Luis Felipe divide esta serie de relatos en cuatro secciones. Como si nacer, crecer, reproducirse y morir marcaran realmente el propósito del ser humano. Los divide, entiendo, por una necesidad de clasificar las experiencias que nos marcan. Colocándonos así, ante la imposibilidad de separar lo que somos de las cicatrices que llevamos.
Conforme te enganchas, vas cuestionándote si tu comportamiento amoroso podría derivar de una infancia que muchos preferiríamos olvidar. Aquel beso no dado en el baile de graduación en pre-primaria, el juego de la botella precozmente usado como táctica de acercamiento o la primera vez que sentiste el corazón adolorido por ver a tu mejor amigo besando a la pelirroja de tus amores; pudieran ser atenuantes para dejar de lado la cursilería, desdeñarla cuando la ves en otros y odiarte cuando en el bar te encuentras a la pelirroja tomada de la mano de la chica que ahora es su novia.
Vas preguntándote ¿Qué harían otros con lo que yo he vivido? ¿Cómo confiar? Y de tajo, antes de obtener respuesta, te encuentras con rostros y gestos que habías dejado en el baúl: El de tu padre y tu madre criándote (o no) en el amor, el del llanto posterior a la clásica huida del ser amado, el de la estupefacción cuando no sabes si un “para siempre” significa “mejor siempre no”, hasta llegar al rostro sin labios del que pasa a convertirse en casi autómata concentrado en la vida de otros para no pensar en sí mismo.
¿Se puede vivir medianamente bien estando así?
El tema central de este libro no es el chico o chica cursi que fuimos y ya no somos, tampoco es la dinámica familiar y nuestra posición en ella o la calle y sus maniquíes. El tema es si, menores o mayores, sabremos reconocer lo que sentimos y darle un nombre adecuado, si podremos aceptar las perdidas amorosas, si sabremos perdonar los errores del pasado, si aquellos a los que amamos y odiamos podrán perdonarse y si el mundo en el que vivimos puede suavizarse con la empatía.
Aquella noche El ruido al cerrar la puerta, uno de los relatos finales del libro, me hizo despertar después de varias lecciones y heridas medio abiertas. Alguien salió de casa o iba llegando, me incorporé para darme cuenta que el chico que fue cursi se encontraba mirándome desde el buró. Algo en ambos había cambiado. Nos habíamos respondido las preguntas antes planteadas. Él seguramente ya era más ligero. Y yo, pensando en si habría entrado o salido el hombre que amo, tuve la capacidad de recordar, gracias a esa vuelta al pasado, que soy y seguiré siendo una chica cursi.
- Fotograma: Los Años Maravillosos