Mientras en Occidente se discute sobre sanciones, aranceles y guerras comerciales, China responde con algo más sutil y devastador: una réplica perfecta. No se trata sólo de falsificar productos. Se trata de hackear el deseo. De intervenir no el objeto, sino lo que lo sostiene: su aura.
El episodio fue breve, pero fulminante. A través de TikTok, varios fabricantes chinos comenzaron a mostrar —con una frialdad quirúrgica— cuánto cuesta realmente producir artículos de lujo que en Occidente se venden por miles de dólares. Revelaron datos incómodos sobre la cadena de producción de las marcas más prestigiosas: muchos de estos productos son fabricados en China y enviados posteriormente a países como Francia o Italia, donde se les coloca la etiqueta “Made in France” o “Made in Italy”, según convenga.
Uno de los ejemplos más virales fue el de los preciados bolsos Hermès, cuyos criterios de consumo rozan lo absurdo: recordemos que son productos no pueden ser adquiridos por cualquiera, sino que el cliente debe ser “elegido” por la marca a través de un proceso de selección estricto basado en el historial de consumo, poder adquisitivo o médiatico del consumidor. Estos bolsos, que en el mercado oscilan entre los 20,000 y 35,000 dólares, e incluso, pueden superar los 40,000 cuando están confeccionados con materiales exóticos. Sin embargo, el costo real de producción, según mostraron los fabricantes, es de apenas 1,400 dólares.
Tras estas revelaciones, DHgate, la plataforma conocida como “el Amazon chino”, disparó sus ventas en Estados Unidos, pasando del puesto 352 al segundo en descargas desde la App Store. Plataformas como Aliexpress pasaron de vender copias de articulos de lujo (antes anunciadas con cierta censura) a vender dichos productos con una etiqueta que que indica explícitamente la palabra: “original”.
Es decir, a los articulos producidos en China que se les consideran copias o clones (de distintos niveles de calidad) ahora se les unieron los productos fabricados por ellos para las grandes firmas de lujo, son efectivamente, “articulos originales”, pero sin etiquetas de las marcas. Por si fuera poco, también se ventilaron las páginas, tiendas y contactos de los provedores de marcas de lujo para que los consumidores tengan acceso directo a los productos desde el fabricante. Y si bien, esto desata una polémica respecto a los derechos de autoria de los diseños fabricados, la respuesta de los consumidores fue inmediata pero no fue escándalo moral, fue una compra masiva. Entonces, el deseo no se disolvió: simplemente se deslocalizó.
Durante décadas, las marcas de lujo europeas construyeron su valor sobre un relato: artesanía, escasez, historia, exclusividad. Pero bastó un gesto para que todo eso se tambaleara: fábricas en Shenzhen reproduciendo no sólo los productos, sino las condiciones mismas del lujo
Bolsos, relojes, cosméticos, vinos. Cada objeto es una cita sin fuente, una falsificación más real que el original, porque expone lo que el original siempre ocultó: que el lujo es pura forma, puro diseño, puro artificio. Que su “valor” no proviene del cuero italiano, sino del logo.
Lo que China expuso al mundo no fue su capacidad de copiar, sino la fragilidad estructural del deseo occidental. Mostró que el mito del lujo cuesta cinco dólares en materiales, dos en ensamblaje y mil en imaginario. Que lo exclusivo se fabrica con los mismos procesos que lo genérico. Que la promesa de unicidad puede empacarse en un contenedor y distribuirse por lotes. Que el hechizo tiene receta.
Y ante la imposición de aranceles, ante la amenaza de cortar cadenas globales de suministro, la respuesta no fue contraatacar: fue mostrar el código fuente. Si Occidente presume “propiedad intelectual”, China responde con ingeniería inversa del aura. No bloquea mercados: los imita hasta volverlos prescindibles.
Esta no es una simple batalla comercial. Es un viraje en el sistema de intercambios. En Estructura de la historia del mundo Kojin Karatani explicó que las sociedades humanas no se articulan únicamente mediante mercados, sino a través de una tríada histórica: intercambio mercantil, redistribución estatal y don-tributo comunitario. El capitalismo, lejos de ser un orden natural, es apenas una de estas formas —y una forma parasitaria que necesita capturar y reorganizar a las otras para mantenerse vigente. Lo que hace el lujo dentro de esta lógica es operar en el nivel más alto del intercambio simbólico: su mercancía no es el objeto, sino la promesa de pertenencia, la distancia social, la marca como señal de dominación.
Entonces, China, al replicar estas formas con precisión industrial, no sólo compite con el mercado occidental, lo subvierte desde adentro. No se limita a producir objetos: reproduce los mecanismos de aura y los redistribuye. En términos karatanianos, lo que está en juego no es una competencia comercial, sino una mutación de régimen: una reapropiación del fetiche, un desplazamiento del eje simbólico del poder económico.
El gesto chino expone que el capitalismo contemporáneo se sostiene sobre un intercambio ritual de signos, no de bienes —y que esos signos pueden ser hackeados, desmontados, redistribuidos sin pedir permiso
Hackear el lujo es hackear la economía del deseo. Y hacerlo implica salirse estratégicamente de la cadena de producción capitalista: no competir por los eslabones bajos —mano de obra, ensamblaje, explotación flexible—, sino apropiarse del vértice simbólico donde se genera el aura del objeto, ese resplandor que, como lo describió Walter Benjamin, depende de la distancia, la autenticidad, la ritualidad.
Lo que China desmonta es precisamente eso: la ilusión benjaminiana del objeto irrepetible. Lo que se repite no es el objeto, sino su prestigio. La mercancía pierde su singularidad cuando el rito se vuelve cadena de montaje y cuando la distancia se anula en un clic. Y eso es exactamente lo que TikTok, DHgate y los fabricantes mostraron: que el aura se puede industrializar. Que lo sagrado también tiene precio de mayoreo.
La estrategia es clara: no competir, sino duplicar. No resistir, sino disolver. Dejar que Occidente insista en proteger sus “originales”, mientras se inunda el mercado global con dobles que funcionan igual. O mejor.
No se trata de celebrar una victoria cultural china ni de demonizar a las marcas. Se trata de entender dónde se libra hoy la batalla por el valor: no en el objeto, sino en su halo. Y quien domina ese halo, domina el mercado. El lujo, reducido a fórmula, es ahora una categoría abierta. Reescribible. Expropiable.
Esta no es una guerra de logos. Es una guerra por el sentido. Y en esa guerra, China entendió algo que a Occidente se le olvidó hace tiempo: que el deseo no nace del precio, sino de la forma en que el valor se inscribe en el mundo. Que si el capital vende signos, también puede ser vencido por quien domine el sistema operativo de esos signos.
Hackear el lujo no fue una estrategia para ganar más dinero. Fue un movimiento para reconfigurar la arquitectura del poder simbólico global. Mientras unos suben aranceles, otros desmontan la escenografía. Mientras unos protegen patentes, otros industrializan el aura.
Y mientras unos lloran por la pérdida del aura, otros la exportan en escala industrial. Con esto, está claro que China ante nuestros ojos acaba de fabricar la posibilidad de prescindir del original. Y esa posibilidad —en este tiempo— es revolucionaria.
- Fotocomposición: Cartier