Tengo mis libros en estanterías de lámina metálica, y no en libreros de roble o de ordinario pino. Y por qué no sustituirlos por muebles de aglomerado y melamina que emula las vetas del arce o de la caoba. Pues porque soy el tipo de pobretón que cree tener gusto.

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La habitación donde duermo es la misma que llamo, hiperbólicamente, estudio. Ahí están, además de una cama, un guarda ropa improvisado y una mesa de trabajo, los libros que he ido acumulando durante más de veinte años. Sólo cuando me siento amilanado me da por decirle biblioteca a ese montón de libros, estudio a ese acogedor cuartucho. Supongo que lo hago para sentirme menos desdichado, menos piojo.

De hecho, más que parecer un estudio con biblioteca personal, mi habitación semeja un almacén destinado al personal de limpieza que, por necesidad y angustia, dobla turnos para obtener un sueldo menos vergonzoso, o para evadir reuniones familiares donde cada cual rinde culto, en estado de alelamiento, a su smartphone.

Cualquier despistado arguye, al notar la presencia de estanterías de lámina metálica en una habitación, que ahí hay de todo, menos un ser humano durmiendo a pata tendida. Porque, siendo razonables, cabe la posibilidad de que esos muebles metálicos, siempre desvencijados dada su naturaleza, caigan sobre la humanidad del dormilón.

Diré a mi favor que no soy razonable, pero sí miedoso, por lo que remacho con tornillos y clavos esas estanterías a las paredes. Y, a la fecha, no he amanecido sepultado entre fierros y libros.

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Ahora, cabe precisar que en mis estanterías no sólo figuran libros y libracos. Hay una considerable cantidad de objetos ajenos, hasta cierto punto, al mundillo del papel impreso y encuadernado

Pongo por ejemplo las bolsas de plástico y cartón que se ocultan tras las hileras de libros. La razón más obvia es que están ahí por descuido, por efecto de acumulación ciega.

Al comprar libros se suele regalar, al cliente, una o varias bolsas para que los lleve cómodamente al librero donde guardarán turno para que sean leídos. Entre compra y compra, las bolsas se van multiplicando. Y para no tirarlas, qué mejor manera de ocultarlas que tras los mismos libros formados. Pero no es mi caso, lo confieso.

Creo que hay algo oscuro en ese proceder. Bien puedo echar mano de ellas para colocar la basura, pero no lo hago. Compro bolsas específicamente para ese destino. Creo que las guardo porque suelo imaginar que me serán útiles en el momento en que no tenga mochila o portafolio, ya sea por robo o extravío. Y no exagero. Hace un par de años me robaron la única mochila que tenía y recurrí a las bolsas para paliar esa desgracia.

No me gusta traer los libros en mano mientras camino por la calle rumbo al café, menos a ese ninguna parte que suele ser el destino de los vagos. Salir a vagar con una bolsa repleta de libros y cuadernos es una buena compañía, quizá más que una mascota. Los libros, decía Zweig, no nos llaman suplicando, no se dan importancia. No piden. Están esperando que nos entreguemos a ellos

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Ayer, después de transcribir las líneas de arriba, me eché en mi cama. No era mi intención dormir más 15 minutos. Una siesta y sigues modelando tu joroba, pensé mientras escrutaba el lomo de los libros y demás cachivaches que hay en mis estanterías.

Y, qué se puede esperar de un haragán, me fui de largo, y hace apenas unos minutos me quité las legañas de los ojos. Pero no la duda sobre las bolsas que se encuentran embolsadas en otras bolsas detrás de los libros. Eso de acumularlas para cuando no tenga una mochila es una explicación que roza el balbuceo de un tarado

Ciertamente balbuceo, y ni se diga que carezco de taras, pero ¿es que así soy de tonto? …Dicen que el que calla otorga.

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Después de un largo silencio involuntario, comencé a recordar, con cierta indeterminación, un pasaje de mi vida que puede dar una razón de peso al porqué de las bolsas en mis estanterías.

Veo a un joven encorvado, dando forma a un verso que imagina será rotundo. Por la extensión del verso, supongo que es un alejandrino prontamente reducido a bisílabo. Borra más de lo que escribe. Se empeña en que cada palabra suture una herida emocional. Y parece que no lo logra, ni merodeando la prosa. Aún no conoce a un Stendhal, del que Lampedusa dice: logró resumir una noche de amor en un punto y coma. Hastiado, arranca la hoja del cuaderno y escupe los ripios al basurero.

Ahora escribe una pregunta: cómo acabar con mi vida, a la que sigue una ristra de respuestas lacónicas con respectivos peros. Dándome un balazo, pero no tengo pistola. Ahogándome en el río, pero no hay ríos en esta ciudad, salvo cuando llueve. Envenenándome, pero no tengo dinero para comprar un potente pesticida. Cortándome las venas en la bañera, pero no tengo bañera y mi papá se emperraría si tomo una de sus navajas Gillette. Asfixiándome con una bolsa de plástico, pero… No hubo más peros.

Anoto ahora, lo que anotó, después de los puntos suspensivos, ese joven: nunca olvides tener una bolsa de plástico a la mano. Ahora cobran sentido todas las madejas de bolsas que tengo. Cada que ordeno mis libros omito tirar esas bolsas. Supongo que, inconscientemente, no he cerrado, a la fecha, la puerta fácil del suicidio. Roberto Calasso, en Cómo ordenar una biblioteca, recuerda que ordenar libros es un tema altamente metafísico, y no lo es menos indagar sobre los objetos que circundan sus alrededores.

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Comencé este escrito pensando en que meditaría, perdonen la petulancia, en las fotocopias e impresiones de libros inaccesibles para un pobretón como yo mero

He de decir que le di muchas vueltas al argumento. Exhumé, de muchas de mis cajas de cartón que aún conservan con nitidez la leyenda de Huevo San Juan, miles de fotocopias amarillentas. Catalogué, milagrosamente, casi todos los libros engargolados que he ido imprimiendo en cibercafés. Incluso ya había pensado en hurtar una frase (las fotocopias tienen para mí un lugar muy parecido al de esos amores juveniles a los que descuidamos por pura desfachatez), a Francisco Vitar, quien escribió un breve ensayo sobre estos asuntos: A favor de las fotocopias, después de todo.

Pero las malditas bolsas se apoderaron de mi obsesión, y ya estoy pensando nuevamente en ir a la cama, sólo 15 minutos, lo prometo (haciendo chonguitos con los dedos).

No hay biblioteca viva que no acoja varias criaturas semilibrescas, procedentes de campos limítrofes con el libro, dice Walter Benjamin. Él pudo referirse a todo, incluso a las fotocopias y engargolados, vástagos de una época de reproductibilidad técnica, pero no creo que la fantasía le alcanzara para lucubrar el sentido de las bolsas de plástico y cartón en los estantes con libros.         

  • Ilustración: Miguel Barceló