Les llaman vagos, ‘homeless’, locos, vagabundos, ‘clochards’. ¿Son la memoria de nuestro futuro?

Cada vez que veo a un mendigo borracho, sucio, alucinado,
apestoso, tumbado con su botella en la acera,
pienso en el hombre del mañana ensayando su final
y lográndolo perfectamente.
 E. M. Cioran

 

1

A las personas que viven en la calle, que duermen y cagan ante las escrupulosas miradas de los peatones, les llaman, cuando su existencia es necesaria para censos o discursos lacrimógenos,  vagos, pordioseros, mendigos, limosneros, indigentes, etc.

Algunos prefieren el anglicismo homeless, otros optan por el galicismo clochard. La mayor de las veces estas personas son tipificadas como basura con patas, o llanamente locos. Rara vez les encontramos, son ellos los que nos salen al paso. Advertimos que están cerca por la impronta de un acre y salvaje hedor desprendido de sus cuerpos. Quizá su outfit no ha cambiado en los últimos 2500 años de civilización: el harapo gris, sucio y tieso.

Escribo estas líneas mientras bebo un café en la zona peatonal del Centro Histórico de la ciudad de León, mientras un tipo, con las características arriba mencionadas, me clava su mirada y sonrisa como un picahielos. Por un momento sospecho que posee dotes telepáticas y me dicta poner un punto a esta primera nota.

 

“Algunos prefieren el anglicismo homeless, otros optan por el galicismo clochard. La mayor de las veces estas personas son tipificadas como basura con patas, o llanamente locos”

2

La imagen de ese loco que me topó en el café me ha acompañado a mi casa. La sonrisa que lleva en el rostro no deja de escrutarme. Tomo la pluma y el cuadernillo y anoto lo siguiente. La definición de estas personas parece exigir una vía negativa. No tienen casa, no trabajan, no se sabe de parientes cercanos o lejanos, no se asean con urgencia, no comen con la regularidad con que los otros seres humanos lo hacen, no socializan, no están al tanto de productos milagrosos contra la calvicie, no les importa que Kim Jong-un se levante malhumorado y declare la primera guerra mundial del siglo XXI, no son particularmente machistas, no son instantáneos feministas, no están a favor del PRI, no están en contra del PRI, no saben qué es o quién MORENA, no les interesa salvar a la ballenas azules, no se convulsionan ni sufren raptos psicóticos cuando la señal del WIFI es nula o baja, no solazan al niño que extravío su juguete, no son católicos, no son satánicos, no hablan de lo mañosos que son los conductores de UBER, no leen, no les motiva festejar la más reciente medalla de bronce ganada por una atleta mexicana, no saben quién es el Canelo Álvarez (bendita ignorancia), no son ateos, no oponen resistencia a los alimentos sosos o salados, no celebran congresos internacionales entre académicos para discutir y vociferar su fragilidad ontológica, no les importa el que yo haga una lista torpe de lo que no son.

3

[En el asiento 72F de un avión] Ya han pasado varias semanas y la sonrisa de mi camarada orate no desaparece de mi carrete mental. He notado que en sus piezas dentales fruye la caries. Incluso me he imaginado que tras su dentadura se esconde la mano de un avezado ventrílocuo. Anoto estas observaciones en el cuadernillo y me sonrojo cuando intento leerlas (mi caligrafía parece coludir constantemente con el famélico garabato y lo ilegible). Disculpe señorita, le pregunto a mi vecina de asiento, cómo definiría usted a este tipo de personas. Le muestro una foto de mi amigo sonriente. Ella interrumpe el estado Zen que le promueven sus uñas color pistache. Responde secamente: son la memoria de nuestro futuro. Me guiña el ojo coquetamente y prosigue su meditación. No me atrevo a volver a interrumpirla. Me percato de que algo se derrumba dentro de mi interior y no es una urgencia que me lleve al sanitario.

4

Cuando fui niño, por ahí de los 6 o 7 años, me preguntaba cosas como estas: cómo es que las personas que viven en la calle no reparan en bañarse de vez en cuando, cómo asearlas a todas de una buena vez para evitar las muecas de asco entre las personas que están cerca de ellas, dónde habrá la suficiente cantidad de agua para bañarlas, a cuánto ascenderá el precio de jabón necesario para lavar sus harapos.

Un domingo de aquellos años en que mis padres me llevaban a misa me llegó la respuesta a mis cuestionamientos

No se presentó ésta como un asaz de luz, ni como una epifanía. Fue una respuesta pausada, como el dictado de la clase del maestro Juan que impartía álgebra en la preparatoria. Anoto en el cuadernillo el recuerdo de aquella solución con la caligrafía menos hirsuta que puedo lograr: 1) Comparar globos aerostáticos, en temporada de lluvias, e incorporarles una canasta atiborrada de jabón en polvo, del que hace mucha espuma; 2) elevar los globos en zonas con mayor población de personas en situación de calle, por ejemplo en la zona peatonal del Centro Histórico, en el Descargue Estrella de la Miguel Alemán y en el jardín de San Juan del Coecillo; 3) reclutar a dos grupos de voluntarios, el primero que esté dispuestos a tallar con estropajos a las personas en situación de calle y el segundo grupo que se dedique a lavarle los harapos. En aquella infancia se me hacía esto una solución al problema de la discriminación que sufren las personas en situación de calle. Hoy quizá tenga otra opinión.

 

5

Ayer estuve sentado en una maceta de la Calzada de los Héroes. Le daba vueltas al asunto de los  homeless/clochard. De alguna manera me recriminaba que ya no tuviera la imaginación, si se quiere burda, de aquella infancia. Mientras crecía mi neurosis escuchaba a una señora sermoneando a un grupo de personas, todas ellas acompañadas de un perro.

La doña, al calor de gritos y gestos rufianescos, le informaba al grupo de caninofilos algunas cifras “alarmantes” sobre los perros callejeros que padecían hambre y frío en ciertas temporadas del año, así mismo, los instaba a emprender una guerra contra esa situación. Cerró su homilía con la siguiente frase, digna de eslogan: No olviden llevar consigo, cada vez que salgan a pasear, un puño de croquetas libres de químicos, para sosegar el hambre de un perrito callejero que se les acerque.

El grupo de personas gritó algún mantra que me ensordeció, luego lloriquearon un poco mientras sus perros se lamían entre sí la cola. Como no traía el cuadernillo, anoté en un pedazo de papel higiénico la siguiente idea que me pasó por la cabeza al ver todo ese derroche de humanidad. A continuación lo transcribo sin edición: Quizá convenga a ciertos indigentes disfrazarse de perro para recibir un porcentaje menos insignificante de atención y ayuda.

  • Fotografìa: Hilda Solís
  • Ilustración: Hugo Simberg
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