El 6 de agosto de 1945, bombarderos estadounidenses sobrevuelan una ciudad japonesa que, desde mediados de julio, tiene sellado su destino como el segundo blanco del arma más letal de la guerra. El primer blanco ya fue arrasado tres días antes por otra arma igual a ésta.
El hombre gordo se muda de ciudad
Ahora, el bombardero Bockscar transporta a este lúgubre pasajero que será arrojado a su encuentro con la muerte sobre la ciudad. Casi con siniestro humor negro, lo llaman Fat Man. Desde la cabina, el mayor Charles Sweeney ve a su paso nubes de humo que, a la luz del sol matinal, le ocultan la superficie urbana allá abajo. La orden que ha recibido es de atacar sólo si tiene contacto visual con el objetivo.
William Laurence, enviado de guerra por The New York Times, reporta desde otro de los aviones que esa mañana dieron tres vueltas a la ciudad. Una ciudad que ya no existe, pero que irónicamente ese día se salvó de su virtual desaparición: envuelta en nubes de humo, los aviones, emisarios del Apocalipsis nuclear, la dejan atrás. Sólo después de la guerra sus pobladores se enterarán de que aquella mañana la muerte unánime planeó sobre sus cabezas.
Ésta, que podría ser una historia de ficción sobre cómo Nagasaki se salvó de la destrucción radiactiva, es sin embargo una historia real: la ciudad sobre la que volaban los aviones para lanzar su cargamento atómico, se llamaba Kokura y, después de Hiroshima, era el segundo objetivo para detonar la bomba nuclear
Kokura se salvó dos veces de la destrucción ese mismo año.
Primero quedó excluida de los bombardeos incendiarios que arrasaban desde marzo a otras ciudades japonesas, incluida la capital. La razón era perversa: Estados Unidos la estaba preservando intacta por ser candidata a un eventual ataque atómico cuyos estragos debían ser inobjetables. Esa sentencia de muerte la salvó de una destrucción anticipada, pero el día de su extinción volvió a salir inerme en los últimos minutos.
Sin embargo, Kokura estaba destinada a desaparecer: en 1963 se fusionó con otros municipios para formar un nuevo territorio: Kitakyushu.
Pero ahora vale la pena volver a esta ciudad desaparecida y examinar su papel en la vorágine de sucesos que la asocian inevitabilmente a la explosión de las bombas atómicas en territorio japonés.
Porque forma parte de una historia que no ha acabado de contarse.
Una historia que empieza en aquellos aciagos años de guerra y que ha dejado su rastro en una pugna cuyos bandos velaron armas por décadas, pero que ahora se enfrentan, apenas solapadamente, en suelo ucraniano.
Hiroshima y Nagasaki: los dos círculos del infierno nuclear
El avión Enola Gay sobrevuela a nueve kilómetros y medio de la superficie de una ciudad con la misión de bombardearla. Es el amanecer del 6 de agosto, tres días antes del episodio de Kokura que acabamos de narrar. Desde aquella altura, suelta una sola bomba que ni siquiera llega a tocar el suelo, ya que explota a unos seiscientos metros antes de hacer tierra. Tampoco detona todo su poder destructivo: de sus 64 kilos de material explosivo, sólo estalla un 1.4 por ciento. Con todo, la fuerza expansiva que desata es como si hubieran detonado 15 mil toneladas de dinamita. En segundos genera una ola de calor superior a los 4 mil grados centígrados, que se expande a través de 4.5 kilómetros a la redonda. Para los 250 mil pobladores de la ciudad, un minuto antes era una mañana normal; un minuto después, un infierno.
«De repente me enfrenté a una gigantesca bola de fuego. Luego vino un ruido ensordecedor. Era el sonido del universo explotando», relata el sobreviviente Shinji Mikamo.
«Dos personas muy heridas se me acercaron. Sólo decían: ‘agua, agua’. Yo les di de beber y luego murieron frente a mí. En ese momento no lo entendía, era sólo una niña de 8 años, pero empecé a culparme porque creía que los había matado. Sentía que si no les hubiera dado agua, no habrían muerto», recuerda otra sobreviviente de Hiroshima, Keiko Ogura.
El mismo día de la explosión murieron de 50 mil a 100 mil pobladores. Perdieron la vida entre los escombros de unos 60 mil edificios que barrió la detonación. Así, ese día una sola bomba devastó un área de 10 kilómetros como nunca antes había visto el hombre
El nombre clave de ese artefacto infernal, con el mismo diabólico humor negro antes citado, era Little Boy.
Apenas tres días después, el Bockscar busca hacer contacto visual con la otra ciudad que correría la misma suerte, pero la bruma y el humo la ocultan de los bombarderos. Entonces cambian de objetivo y se dirigen a una segunda ciudad para dejar caer sobre ella una única bomba. Esta vez estalla 500 metros antes de hacer contacto con la tierra. Esta segunda bomba sólo contiene 6 kilos de material explosivo. De esa cantidad apenas detona un kilogramo. Pero eso basta para desatar otro infierno, como si hubieran estallado 21 mil toneladas de TNT: más poder que su antecesora, pero menos destrucción gracias al terreno montañoso en que está asentada la ciudad. Esta segunda bomba tan sólo mata, en un solo día, entre 28 mil y 49 mil seres humanos, y destruye 7.7 kilómetros cuadrados, dejando a Nagasaki en ruinas. Como si se tratara de una charada, el nombre clave de este artefacto es tal vez más jocoso que el de la primera bomba: Fat Man, el Hombre Gordo.
Así, en apenas tres días, el hombre desata en la tierra su propia versión del horror descrito por Dante.
Un horror transido en estas estrofas del Canto XIV del Inferno, que describe cómo los violentos contra Dios, la naturaleza y el arte, pululan sobre arena ardiente, bajo lluvia de fuego:
La dolorosa selva l’è ghirlanda
intorno, come ’l fosso tristo ad essa;
quivi fermammo i passi a randa a randa.
Lo spazzo era una rena arida e spessa,
non d’altra foggia fatta che colei
che fu da’ piè di Caton già soppressa.
(…)
D’anime nude vidi molte gregge
che piangean tutte assai miseramente,
e parea posta lor diversa legge.
Supin giacea in terra alcuna gente,
alcuna si sedea tutta raccolta,
e altra andava continüamente.
Quella che giva ’ntorno era più molta,
e quella men che giacëa al tormento,
ma più al duolo avea la lingua sciolta.
Sovra tutto ’l sabbion, d’un cader lento,
piovean di foco dilatate falde,
come di neve in alpe sanza vento.
Quali Alessandro in quelle parti calde
d’Indïa vide sopra ’l süo stuolo
fiamme cadere infino a terra salde,
per ch’ei provide a scalpitar lo suolo
con le sue schiere, acciò che lo vapore
mei si stingueva mentre ch’era solo:
tale scendeva l’etternale ardore;
onde la rena s’accendea, com’esca
sotto focile, a doppiar lo dolore.
Hiroshima y Nagasaki, dos círculos de un nuevo infierno: el infierno nuclear.
El miedo de Einstein
De esta doble explosión han pasado 77 años.
Pero desde aquellos aciagos días de agosto en que revelaron al mundo su poder descomunal de destrucción, implantaron un nuevo temor en la humanidad. Desde entonces, la población mundial vivió durante los siguientes 45 años aterrorizada por la posibilidad de una guerra nuclear. Ese horror, presente en la vida de varias generaciones en la segunda mitad del siglo XX, es el miedo a la Tercera Guerra Mundial. Un miedo que vuelve a planear sobre el mundo bajo los auspicios bélicos de Rusia y Occidente en Ucrania.
Desde la más remota antigüedad, la raza humana ha vivido bajo el agobio de que un día puede ser borrada de la faz de la Tierra. Las culturas antiguas creyeron que sólo un dios tenía el poder de desatar la destrucción masiva, y de ese temor se alimentaron todas las religiones
Las primeras civilizaciones eran testigos indefensos de las manifestaciones devastadoras de la naturaleza. Y como sólo un poder divino podía dominar fuerzas tan descomunales, esa divinidad podía usarlas para barrer la vida humana diseminada en el orbe. Así nació el temor ancestral a que el mundo fuera tragado por las aguas. Esa catástrofe, cuyo espanto nos persigue con su sombra hasta la actualidad, emerge de las brumas de la historia como el Diluvio Universal.
Temiéndolo, la humanidad vivió hasta los primeros siglos de la Edad Moderna. Ya para el siglo XIX fue capaz de ver que las fuerzas de la naturaleza podían acabar con nuestra especie sin necesidad de una intervención divina directa.
Pero sólo hasta el siglo XX le quedó claro que el hombre no precisaba la acción de la naturaleza ni la ira divina para destruirse a sí mismo. Le bastaba con sus propias acciones, con su propia ira y con su propio ingenio para llegar a la cúspide de su extinción.
Las armas de aniquilación masiva, como las bombas atómicas, despertaron el pánico al poder autodestructivo de la humanidad.
Uno de los primeros en sentir el miedo visceral de la destrucción ingente del hombre a manos del hombre, fue el más inteligente de su generación: fechada el 2 de agosto, Albert Einstein envió en 1939 una carta al entonces presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt. En esa misiva le sugería la posibilidad de que la Alemania nazi estuviera experimentando con uranio para obtener una reacción nuclear en cadena que liberaría exorbitantes cantidades de energía y elementos similares al radio.
«Este fenómeno —advierte Einstein al presidente— también podría conducir a la construcción de bombas, y es concebible, aunque mucho menos seguro, que se puedan construir bombas extremadamente potentes de un nuevo tipo».
Enseguida previene:
«Una sola bomba de este tipo, transportada por barco y explotada en un puerto, podría destruir todo el puerto junto con parte del territorio circundante. Sin embargo, tales bombas podrían ser demasiado pesadas para el transporte aéreo».
Por eso, recomienda a Roosevelt: «pensar que es deseable establecer un contacto permanente entre el gobierno y el grupo de físicos que trabajan en reacciones en cadena en Estados Unidos».
Así, Albert Einstein propone al gobierno estadounidense mantenerse informado sobre el desarrollo de estos estudios científicos, e incluso acelerar el trabajo experimental.
¿Qué tanto influyó esta carta en la serie de hechos que culminaron con el lanzamiento de la bomba atómica en la Segunda Guerra Mundial?
Nadie sabe, pero esa carta llamó la atención de la presidencia de Estados Unidos sobre el tema nuclear: alertado por Einstein, el gobierno de ese país dio inicio a un complejo proceso que culminó en 1941 con la creación del proyecto Manhattan, el operativo ultrasecreto para construir las primeras armas atómicas
Einstein habría participado en ese proceso, pero una vez establecido el proyecto Manhattan, no fue incluido en él. Por sus antecedentes de izquierda, no tenía para eso la confianza gubernamental.
Pese a ello, el científico se sintió responsable el resto de su vida por la creación de la bomba atómica. Aunque no escribió él solo la misiva a Roosevelt, sí la firmó como remitente único. Además, en su contenido nunca propone construir una bomba nuclear; se limita a recomendar la observación y la experimentación gubernamentales de las reacciones nucleares en cadena, como una forma de ver hasta dónde podrían llegar las investigaciones nazis y, en caso necesario, detenerlas a tiempo. Con todo, debió de estar consciente de que alertar al gobierno sobre esta posibilidad, podía impulsar el desarrollo en Estados Unidos de una bomba basada en esos experimentos.
Bomba atómica: reacción política y militar en cadena
Lo más trágico es que, una vez puesta en marcha esta carrera, la fabricación de la mortífera bomba no iba a parar hasta que hiciera explosión. No importa dónde, no importa contra quién. Sus artífices se volvieron sus lacayos. Como si la bomba misma fuera un artefacto dotado de voluntad que quisiera consumar su destino, llegaría al culmen de la terrible gloria para lo que nació. Casi como si la fuerza expansiva de las mismas bombas arrojara a quienes las hicieron posibles, a una reacción política y militar en cadena, tan inexorable como el principio mismo que las hacía detonar.
En 1945 el proyecto Manhattan puso a prueba su bomba experimental Trinity. La detonación fue un éxito. Pero el desarrollo de la bomba atómica se había llevado cuatro años de la Segunda Guerra Mundial. Ese primer ensayo nuclear de la historia, se realizó el 16 de julio. Demasiado tarde para usarla contra Alemania. Los nazis se habían rendido poco más de dos meses antes: Berlín capituló ante el Ejército Rojo el 2 de mayo; las fuerzas armadas alemanas firmaron su rendición incondicional en el oeste el día 7 de ese mismo mes y, en el este, dos días más tarde, el miércoles 9.
Pero en el Pacífico, estadounidenses y japoneses llevaban cuatro años enfrascados en un sangriento frente de batalla. Los enfrentamientos habían sido encarnizados y diezmaban las tropas japonesas. Pero en el campo de batalla, la furia bélica de Japón llegaba hasta el autosacrificio de los combatientes, y parecía que el país del Sol Naciente nunca se iba a rendir.
El 26 de julio, diez días después del ensayo con Trinity, el presidente de Estados Unidos Harry Truman exigió una rendición incondicional al imperio japonés, o de lo contrario lo amenazó con «una destrucción rápida y absoluta», sin mencionar que para ello usaría bombas nucleares. Ni siquiera dio tiempo a que Japón negociara su capitulación: apenas once días después del ultimátum, cayó la bomba sobre Hiroshima.
La ciudad no fue elegida por su importancia para Japón, sino porque las ciudades principales ya habían sido devastadas por los bombardeos convencionales, y Estados Unidos quería evaluar, malévola y meticulosamente, el alcance destructivo del armamento nuclear. Hiroshima no había sido bombardeada, y justamente eso fue su perdición
Pero el gobierno japonés no reaccionó a la devastación de esa ciudad, como exigía Estados Unidos, con su rendición inmediata. Así que sin mayores preámbulos, los estadounidenses se apresuraron a arrojar otra bomba, ahora sobre Nagasaki. Nagasaki ni siquiera era el objetivo de esta segunda bomba atómica. No tenía importancia bélica y su topografía, que no era plana, obstaculizaría el potencial mortífero de la detonación. El verdadero objetivo de esta operación militar, como ya lo citamos al principio, era Kokura. Pero el día de la incursión esa ciudad «estaba cubierta de bruma y humo», según el reporte de los pilotos. Tenían órdenes de tener contacto visual del objetivo para maximizar el alcance destructivo de la bomba, e instrucciones de no volver con las manos vacías. Así que se dirigieron a su objetivo secundario: Nagasaki.
La doble embestida doblegó la resistencia de Japón, que aceptó los términos del Acta de Rendición cinco días después, el 14 de agosto, y la firmó el 2 de septiembre.
El mismo día que Estados Unidos arrojó la bomba sobre Nagasaki, Truman justificaba la que había lanzado antes en Hiroshima:
«La usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes estadounidenses», dijo el Presidente Truman ese día en un mensaje por televisión.
Pero lo cierto es que desde antes de sufrir los estragos de las bombas nucleares, los japoneses negociaban ya su rendición.
«Los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearlos con esa cosa horrible», escribió en su autobiografía de 1963 Dwigth Eisenhower, comandante de las fuerzas aliadas en Europa y sucesor de Truman en la Casa Blanca.
Japón sólo pedía, para rendirse, preservar en el trono a su emperador Hiroito. Pero los estadounidenses les exigían no interponer condiciones.
Parecía que, con las bombas nucleares, Estados Unidos no quería forzar a Japón a rendirse; más bien quería justificar como inevitable el ataque con las bombas y, en consecuencia, justificar plenamente su fabricación.
No era para menos: la investigación y los experimentos de la bomba atómica habían costado dos mil millones de dólares, y 30 mil millones más la construcción de la infraestructura donde desarrollar las pruebas radiactivas.
Si no se justificaba ese gasto dando fin a la guerra, el gobierno podría perder el respaldo popular. En cambio, si las bombas rendían al odiado enemigo, la población no criticaría la cuantiosa inversión. En eso, Truman supo explotar el sentimiento antijaponés que suscitó el bombardeo de Pearl Harbor
«Usamos la bomba contra aquéllos que nos atacaron sin advertencia en Pearl Harbor; en contra de aquéllos que han matado de hambre, golpeado y ejecutado prisioneros de guerra estadounidenses; en contra de aquéllos que han abandonado cualquier pretensión de obedecer las leyes internacionales de la guerra. Los japoneses empezaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto ese golpe multiplicado».
Tal es el argumento de Truman en su mensaje a la nación del 9 de agosto.
Pero la razón detrás de la razón habría sido evaluar el poder bélico de esta nueva arma de guerra.
El origen del miedo al apocalipsis nuclear
Si la detonación de la primera bomba no era necesaria para rendir a Japón, mucho menos lo era la segunda. Tan es así que, una vez que ambas hubieron estallado, Estados Unidos accedió sin más a la petición japonesa de conservar a su emperador en el trono. En ese caso, el lanzamiento de la bomba en Hiroshima sería un crimen de guerra, pero de ser así, la bomba lanzada en Nagasaki sería entonces un crimen de guerra peor.
Con todo y eso, una vez que los dos artefactos se hubieron construido, la consecuencia inevitable era darles su fatal uso.
Albert Einstein siempre se sintió consternado por este trágico desenlace.
En 1952 escribió a la revista japonesa Kaizo, explicando que su motivación para enviar la carta a Roosevelt había sido el temor a que los alemanes fabricaran la bomba. «No vi otra salida, aunque siempre fui un pacifista convencido», adujo.
La materialización de la bomba atómica demostró que era correcta la ecuación E=mc2 de Einstein.
Esta simple fórmula establece que la energía es igual a su masa multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado.
En otras palabras: una pequeña cantidad de masa desata cantidades superlativas de energía.
A pesar de eso, o precisamente por ello, Einstein sentía un terrible remordimiento por la culminación de su trabajo científico y de su intervención política:
«Cometí un gran error en mi vida cuando firmé la carta al presidente Roosevelt hablándole de la bomba atómica, pero había una justificación: el peligro de que los alemanes la fabricaran»: así se habría lamentado en 1955 un abatido Albert Einstein, justamente el año en que murió.
Al final de la guerra se pudo constatar que Alemania no había sido capaz de construir una bomba con esta capacidad de exterminio, por lo que el miedo de Einstein había sido infundado
Por eso, semanas antes de morir, deploró:
«Si hubiera sabido que ese miedo no estaba justificado, no habría participado en abrir esta caja de Pandora».
En una de sus ediciones de julio de 1946, la revista Times nombró al premio Nobel de física de 1921 «el padre de la bomba». El magazine justificó así su epíteto: «su ecuación hizo la bomba teóricamente posible».
Así, Einstein nos heredó no sólo la bomba atómica como su artífice teórico e impulsor involuntario; además, nos heredó su miedo al holocausto nuclear.
Una razón más velada detrás de las motivaciones de Estados Unidos para el ataque nuclear contra Japón, fue la de advertir a la Unión Soviética sobre su poderío atómico.
El 8 de agosto de 1945, la URSS le declaró la guerra a Japón, y la posibilidad de que el Ejército Rojo invadiera territorio japonés, con su posterior anexión a la Cortina de Hierro comunista, preocupó a Estados Unidos. Por eso un día después, sino Kokura, Nagasaki debía sufrir las consecuencias.
Así, con los bombardeos al final de la Segunda Guerra Mundial, se dio inicio al mismo tiempo a la Guerra Fría.
Durante los siguientes 45 años, el mundo se dividió en dos bloques de poder: el Occidente capitalista y el Este comunista.
En este mundo bipolar, dividido por una frontera geográfica e imaginaria conocida como la Cortina de Hierro, dio inicio una carrera armamentista con el fin de mantener a raya al enemigo, y fortalecer las propias defensas en caso de que estallara la guerra.
Ambos bandos desarrollaron así su propio arsenal atómico. Surgió de este modo el miedo al Apocalipsis nuclear.
Cuando le preguntaron a Einstein su opinión sobre las armas que se impondrían en una Tercera Guerra Mundial, dijo: «no sé con qué armas se combatirá la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta será a palos y pedradas».