Durante mis estudios universitarios, hubo un periodo del cual recuerdo poco o nada, y eso poco que puedo relatar lo sé de oídas, a través de los testimonios ácidos y sinceros de terceras personas. La mayoría son anécdotas ingratas, porque son escenas de la propia vida de las cuales formé parte, fui testigo y actor, y sin embargo no recuerdo nada.

El escritor mexicano Luis Felipe Pérez.

Algo similar podría decir de la ocasión que conocí a Luis Felipe Pérez Sánchez. Tendríamos apenas tres años y, aunque existen fotografías que constatan de manera irrefutable nuestra convivencia infantil, sólo tengo la certeza de que lo conocí hasta que el azar de nuestras decisiones nos reunió veinte años más tarde en la universidad. Y de ahí a decir que lo conozco realmente, me iría muy a tientas, convencido de que a las personas no se les describe, o se les describe a base de lecturas dilatadas.

No obstante, guardo con mucha simpatía dos escenas que ocurrieron en Aguascalientes y que, siendo sinceros, son apenas una memoria menor. Habíamos ido a Aguascalientes en comitiva estudiantil para asuntos que poco importan ya. Éramos cuatro o cinco y nos hospedábamos en un hotel muy cerca de la Plaza Patria. La primera escena ocurrió en la casa de algún desconocido.

Después de las sesiones de trabajo estudiantil se nos propuso de ir a beber entre colegas. El escritor pasó la noche conversando con una de las anfitrionas. Se servía un mezcal barato y se fumaba a ritmo nervioso, y ahí, en esa hora más alta de la noche, hubo como una especie de paréntesis entre ellos dos: el escritor miraba, relajado en el sofá donde estaban, el rostro blanco de ella, su risilla abierta, ella tenía una manía por inclinarse sobre sus piernas y dar unas palmaditas infantiles. Los vi callar cuando se desgajó una canción de Sabina.

En algún momento se les podía ver a los dos lejanos, aislados, hundidos en una espesa nube de música opaca

La forma en que el escritor se tiende sobre un sofá cuando está cómodo es peculiar: suele cruzar la pierna y mirar desde atrás, tirando la cabeza hacia un costado y quizá ni siquiera advierte de los hoyuelos que se le forman en las mejillas. Pocas veces le vi así, tan nube-que-pasa, acostumbrado quizá como estoy a escucharle en su parapeto literario donde siempre está muy bien armado.

La segunda escena fue un par de días más tarde, cuando antes de abandonar el hotel en que nos hospedábamos, los otros miembros de la comitiva entraron a nuestra habitación y descubrieron a Luis Felipe tendiendo una cama. ¿Tender la cama de un hotel antes de partir? La acción le resultaba absurda a los otros que, individuos de un mundo ordenado y construido sobre el noble deseo de no hacer lo que no es necesario hacer, juzgaron inútil el hecho de tender una cama que una hipotética, pero, sin duda, altamente probable mucama tendería minutos más tarde ¿Quién sabe si no hay ahí una alegoría al trabajo literario? ¿Hacer la cama cuando todos han empacado y esperan a la salida?

La estancia en la Fundación para las Letras Mexicanas le ha permitido a Luis Felipe entrar en el mundo defeño y ampliar sus horizontes estéticos que, de otro modo, en provincia se limitan dramáticamente. Pero su verdadero aprendizaje ha sido más bien autónomo, a través de su blog www.biografolocal.blogspot.com en donde desde hace años ha escrito con ferviente regularidad. Ahí es donde el lector podrá conocer con mayor facilidad la obra del autor, y podrá constatar el estilo intimista de sus textos.

Sus textos están llenos de conexiones a un bagaje impresionante: no es sólo la influencia de Juan Goytisolo, de quien toma su obra premiada Señas de identidad. Detrás de su gramática hay un dejo de Goytisolo: la obra que le mereció la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas en 2011 consiste en una serie de cartas en donde interpelar al otro es la base de la construcción, tal como en Señas de identidad de Goytisolo hay un interlocutor que genera el diálogo y el diálogo la trama.

Lecturas compartidas, lecturas divergentes, a Luis Felipe siempre lo vínculo con escritores que a mí me derrotan. Ejemplo de esas lecturas que confluyen en Luis Felipe son los poetas. Acaso una influencia menos evidente y mucho más agradable, la lírica de sus frases mezcla elementos populares como el baile y la jarana con una descripción más bien dura, haciendo un contraste que vuelve violento lo popular: “Verde: musgoso y húmedo y mojado y tibio y bajo la transpiración de las sonrisas beodas: miradas perdidas y entumecidas gracias al silente y ciego cachondeo del tacto entre las caderas y el vientre […] madera gastada: bocetos de cuerpos desnudos: mil historias de grupas y coños, quizás, quizás, quizás: botella verde de vino tinto”.

Por citar un par de ejemplos: imposible encontrar un fragmento así en otros escritores jóvenes, ni un Tryno Maldonado –Cuya Teoría de las catástrofes adolece de lo que Luis Felipe domina, a saber, un vocabulario más sugerente y unos escenarios menos “chidos” y más bohemios en su justa acepción―, ni la misma Nadia Villafuerte con los relatos de ¡Te gusta el látex, cielo?, ni Alejandra Maldonado con sus pobre lugares comunes de erotismo y sexo, ni Carlos Velázquez con La biblia Vaquera cuyos relatos se sostienen en suspenso tan débil y de personajes irrelevantes.

La fortaleza de Luis Felipe es que está más allá de la nostalgia y el olor a espíritu adolescente, y está más allá del duelo y la sangre del México actual

Lo veo mucho más cerca de Julian Barnes en The sense of an ending (y aquí se podrá decir que exagero). Muy similar en tesitura  al cuento de Antoine Peluchet de Michon.

La escritura de Luis Felipe se olvida del mundo para recrearlo a placer: conflictos que no lo son, memoria de cosas cuya trascendencia apenas se indaga, confesiones que bien ocultan el pecado, terapia que busca sembrar su patología, en fin, en el vértigo de narradores hipsters y de partidismo de izquierda, la soledad de los sentimentalistas que pueblan los textos de Luis Felipe es un oasis deleitoso. Aún está por descubrir el drama, pero a tientas en un universo literario exhausto de actualidad, la tendencia a volver a su pasado permite al lector abstraerse en el verbo, en eso que hay de aloe y aroma cafetero en las descripciones del autor.

Recordaba esa anécdota de tender la cama en un hotel de Aguascalientes y cómo el resto no entendía y se retiraba, apurados por bajar al vestíbulo y partir a lo siguiente. Luis Felipe es un autor que se deleita con permanecer atrás de la comitiva, que se regodea en volver sobre lo que a otros les parece fútil. Dudo mucho que su actitud antitética a muchas cosas sea lo verdaderamente interesante en su escritura.

Menos vanguardia y mucho más retro, sus temas son, en el mundo contemporáneo álgido y vibrante, una extravagancia

Luis Felipe escribe desde una necesidad de definir, de volver al pasado para fijarlo y así poder asimilarlo. Respetuoso de las formas, no lo es en su producción, llena de frases abisales, que van hilando detalles, datos, nombres, objetos, fechas, lugares, construyendo escenas de un solo acto cuyo drama radica en acabar el relato, poner punto final a una escritura que podría ir en continuo hasta contarlo todo. Y aquí me retracto. Luis Felipe no pretende contarlo todo: los relatos que cuenta no son narrados por azar. Nada más lejano de un escritor autobiográfico. Aunque lo sea en la forma, en el fondo inventa vidas filtradas bajo el prisma del ahora, y ese es el gran mérito del autor.

Quiero decir que su literatura está narrada por una voz muy consistente que habla desde un presente difícil de establecer. Como si esa voz lo hubiera vivido todo desde siempre. Como si ese joven escritor fuera Henry James septuagenario que mira su vida desde su escritorio. Justamente recuerdo un texto de David Lodge en donde alude a la autobiografía de James, ese momento apoteósico donde, al final de sus días, James observa: “we work in the dark –we do what we can– we give what we have. Our doubt i our passion and our passion is our task. The rest is the madness of art”.

En esta obrita maestra de Lodge, en alguna parte el personaje se maravilla por la invención de la bicicleta. “Qué sencilla y sin embargo qué ingeniosa. ¿Por qué la humanidad había tardado tanto en comprender que, si se le imprimía cierto ímpetu, un ser humano podía equilibrarse sobre dos ruedas durante tiempo indefinido? El secreto residía en la combinación entre ímpetu y equilibrio”. Algo similar suelo experimentar al leer a Luis Felipe, al encontrarlo y charlar con él.

Detrás de las gafas, detrás de la voz melódica, con su frenillo distintivo y con su peculiar ¡joder! español, detrás de ello se advierte la simpleza de un mismo gesto: el escritor sin zozobra que escribe que escribe, el ensayista que sin punto final, ha cruzado la barrera de la opinión argumentada y el diario biográfico de su blog hacia la invención calibrada: ímpetu y equilibrio. Ímpetu al entregarse al presente y equilibrio al recuperarlo. La frase de Henry James viene a la perfección: “Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea”. Luis Felipe apenas comienza, acaso lleno de dudas por el reconocimiento otorgado, pero convencido de que esa duda es su pasión.

Quizá deba descifrar la locura de la que puede hablar James, la locura que está en otra parte, más allá del yo, ailleurs

Como parte de la I Jornada Literaria de la Escuela Normal Superior Oficial de Guanajuato (ENSOG), Luis Felipe Pérez Sánchez acude a una de las Citas Textuales que ha organizado la institución educativa para hablar con los estudiantes normalistas acerca de su segundo libro de relatos Yo fui un chico cursi, editado por El viajero Inmóvil.

Junto a Gilma Luque, que hablará de Obra negra, publicada por Almadía, y los talleristas Patricia Arredondo, que acude a los clásicos para instar a su relectura y actualización, Manuel R. Montes, y Hugo Vázquez, con “El texto como pretexto”, estarán reflexionando acerca de cómo acercarnos a la lectura en la tanda de actividades de esta I Jornada Literaria de la ENSOG a llevarse a cabo el 13 de junio en las instalaciones de la escuela, ubicada en la carretera Marfil Guanajuato km 1.5