Antes de que mi padre se fuera nunca me había preocupado por la casa, es más, no me había percatado de las paredes descarapeladas, de las puertas carcomidas, de los muebles viejos y sucios. El jardín era una jungla, y el barandal un criadero de óxido. Latas de cerveza por aquí y por allá, el vaho de meados desplazándose indolente desde un rincón.
Han surgido amigotes de todos lados. “¡Eh, no te orines ahí!”, y la risa brutal de los demás atenuando mi queja, y el pelafustán termina de mear y regresa sonriendo estúpidamente. “No prendas eso, ahí viene mi madre”, y otro pelafustán enciende la chora y fuma como chacuaco.
Tuve que ponerme a trabajar y mi madre se encargó de procurar mi bienestar: lava y plancha mi ropa, me sirve el almuerzo en las mañanas, y por las noches la cena, el premio justo por las agotadoras horas de trabajo a las que estoy obligado en mi condición de hombre de la casa. Pero la casa se desmorona, decía, y la estufa es una guarida grasienta de cucarachas.
Sucedió que para ese tiempo recibí juntos el pago de aguinaldo, el fondo de ahorro y la prima vacacional, y decidí darle una manita de gato a la casa para que mi madre se sintiera cómoda en ella. Arreglaron la fachada, resanaron y pintaron la casa por dentro. Cambié las puertas y el barandal. Mandé podar el jardín para que mi madre no batallaba tanto barriendo las latas y la basura del jardín, y los amigotes tuvieran un lugar más agradable donde tomar sus cervezas.
El sábado es mi día de descanso y desde temprano los veo venir, uno tras otro doblando la esquina, y sin pedir permiso a mi madre, que en ese momento sale al mercado, franquean el pequeño barandal blanco y se instalan en el jardincito. Uno de ellos, el más joven, echado sobre un montón de yerbas, le da un gran trago a mi cerveza mientras observa con sus ojillos sangrientos la cadencia de mi madre al caminar con su bolsa de mandado.
Siguen orinándose en el jardín, aunque les diga que pueden entrar y hacerlo en el baño. Los vecinos se quejan cada vez más de los olores agudos y de la música a todo volumen. Levanto los brazos en un amago de protesta y enseguida los bajo resignado y soporto callado los reclamos. Llaman a la policía y prometo bajar el volumen y fumar menos. Pero esto no acaba, al contrario, va creciendo como crecen los yerbajos en el jardín.
Un día mi madre me sugirió que ya no dejara entrar muy seguido a los amigotes al jardín. Le apreté las manos en señal de que lo haría; ella estaba enferma y yo en plan de prometerlo todo. “Pero ve a la cocina y prepara la cena -le dije-; el hablar les compete a los hombres y entre todos a mí, que soy el hombre de la casa”.
Al día siguiente les dije a los amigotes: “Búsquense otro jardín y beban de lo suyo, invitándose por turnos. Voy a tomar las riendas de mi casa y beberme lo que me gano”. Y ellos, mordiéndose los labios, se admiraban del nuevo valor que mostraba al hablarles. Entonces el más joven me dijo: “Puedes tomarte las cervezas que quieras y mandar en tu casa; nadie te quitará lo que es tuyo”. Los otros, acurrucándose todavía más en la banca de jardín que mi madre acababa de comprar, siguieron bebiendo sin parar hasta muy tarde. Al llegar la noche estaban aún de fiesta.
- Imagen: John Wesley