La cantidad de llaves que portamos al salir de casa dice mucho de nosotros. Nos guste o no, tenemos que cargarlas a donde quiera que vayamos.

Las mujeres solemos guardarlas en las bolsas de mano mientras que los hombres las dejan en un rincón del auto o las llevan colgadas en el pantalón. Extraviar las llaves de la casa nos conduce a un estado de desesperación y angustia debido a todos los riesgos que representa; pero, sobre todo, la sensación de vulnerabilidad se debe a la incertidumbre que nos provoca estar privados del lugar propio. Uno nunca entiende que la llave es lo único que nos permite mantener un vínculo con el hogar hasta que la pierde.

Quienes van por la calle despreocupados de sus llaves son los pocos privilegiados que pueden darse el lujo de ni siquiera sacar un duplicado, pues en casa siempre los esperan, detrás de la puerta, aguardando su llegada sin importar la hora o la circunstancia. Pero ¿qué hay de los que viven solos? En tal caso, la falta del duplicado nos deja desamparados. Al menos hasta que llamamos a un cerrajero, dejamos de ser quienes éramos y nos volvemos hijos de la calle, despatriados de nuestro hogar y de nuestra identidad.

A la salida de la guardería, me sentaba bajo el umbral de la puerta de mi salón con el oído muy atento y el corazón avispado. Mi aula se encontraba al final del pasillo, en la planta alta de la escuela. Así que, para recogerme, mi papá tenía que subir unas escaleras de madera en forma de caracol. Desde que subía el primer escalón, el sonido que hacía el cúmulo estorboso de llaves que colgaba de su pantalón me anunciaba su tan esperada llegada.

Cuando me tomaba de la mano para conducirme al auto yo le preguntaba con fascinación e intriga sobre las puertas que se abrían con cada una de esas llaves. Lo hice en repetidas ocasiones porque mi memoria era mala, pero en realidad mi insistencia por saber la función de cada una de esas piececitas de fierro oxidado se debía a lo enigmático que resultaba para mí el apego de mi padre hacia ellas.

Estaba convencida de que la cantidad de llaves que tenía era proporcional a la cantidad de responsabilidades que cargaba consigo a todos lados. Y el esmero con el que las cuidaba, indicio de su importancia

Sin reparos y con una paciencia inagotable, mi padre solía enumerar cada una de las puertas que se abrían con las pesadas llaves que se me antojaban parte de su propio cuerpo. Una por una, las señalaba y describía el lugar exacto en donde se encontraba su puerta correspondiente; las habitaciones a las que solo él tenía acceso, entre tantos otros secretos.

Hasta ahora, no he conocido a nadie que porte una cantidad de llaves semejante a las de mi padre. Con los años, la cantidad que ha acumulado ha cobrado la forma de un racimo que se engrosa en lugar de aligerarse.

Algo más que sobrevino con el tiempo fue la confirmación de que, efectivamente, esos pequeñísimos objetos nos hablan de las responsabilidades. Y que así, cada nueva llave se suma y se adhiere profundamente a nuestro ser. Desprendernos de ellas significa renunciar a un sitio, dejar atrás una etapa, perder a alguien

Mi abuelo, a diferencia de mi padre, siempre lleva consigo solo la llave que necesita. Cuando sale, se demora buscando la llavecita negra de su auto, y en cuanto la encuentra, se va. Los días que limpio la casa, recojo las llaves que deja tiradas en la cocina o en la sala. Obsesionada por el orden, me encargo de colocarlas todas en un rincón visible y pienso en regalarle un llavero para que, de una vez por todas, haga lo mismo que mi papá y las aglutine en un mismo lugar. Enseguida me percato de que, si bien podría funcionar, no deseo quitarle a mi abuelo esa soltura y desapego de quien no se alarma por nada, de quien goza los trayectos sin mortificarse por el regreso.

Uno de mis juegos favoritos de niña constaba en convertir mi casa en otro lugar: un colegio, una cafetería, un hospital. Cuando mi casa dejaba de ser mi casa, y mi imaginación imperaba, yo me regocijaba por ser la única poseedora de las llaves que abrían cada una de las cerraduras. A la llegada de mi madre, quien se anunciaba más con gritos que con el sonido campanoso de sus llaves, volvía a la realidad y experimentaba una ominosa nostalgia acompañada de la añoranza de crecer y mandar a hacer mi propio duplicado.

Para mí, no existía mayor anhelo que aquella libertad de movimiento que me conferiría la posibilidad de entrar y salir a mi antojo de la casa que a veces era refugio, y otras veces cárcel

Las llaves de mi padre, que se han vuelto parte de la familia, ahora se encuentran bajo el cuidado de mi hermana. Como era de esperarse, ella también las lleva colgadas en el pantalón. A diferencia de mí, ella parece estar dotada de la memoria necesaria para recordar cuál es cuál y de la fuerza que se requiere para heredar una responsabilidad del tamaño y peso de las llaves de mi padre.

En cuanto a mí, aún no estoy segura. A veces soy esa que sale dejando la puerta abierta por detrás sabiendo que mi madre la cerrará; a veces, la que fácilmente extravía u olvida las llaves en cualquier lugar; en ocasiones una obsesiva que no las pierde de vista. Y muy de vez en cuando, la que no se lleva más que una sola para abrir la puerta principal al regresar a casa.

Ser adulto y tener llaves propias para entrar y salir con libertad dejó de ser un juego para volverse en una realidad palpable. Y con cada año, y con cada día, el misterioso significado de las llaves y los llaveros se reconfigura y se intensifica.

Mientras tanto, debo pensar cómo le explicaré a mi abuela que perdí el duplicado que me dio para entrar a su casa cuando deseara visitarla. Toco el timbre para anunciarle mi llegada. 

  • Ilustración Remedios Varo (fragmento)