La mujer yacía a los pies de la enardecida multitud que la rodeaba. La tierra bebía el tributo de sangre que manaba imparable del cuerpo yerto de la joven moribunda, ahogada en sus propios estertores. Rostros furiosos de hombres, mujeres y niños la observaban con repugnancia, como quien observa en un espejo sus propias culpas.
—¡Pecadora!- retumbaba el alarido en el solar aquel.
—¡Impía!- rebotaba en el viento.
Sabían que ya no los escuchaba, sin embargo porfiaban en sus reclamos, acaso sabedores de que su rencor era más bien una forma de expiación personal, la autoredención que cada uno buscaba en el cuerpo de la adúltera sacrificada como remedio a las negras acciones que en su fuero más íntimo reconocían haber cometido.
—¡Somos un pueblo temeroso de Dios y seguidor de las escrituras! –clamó con una voz que no correspondía a su apariencia, una enjuta anciana que en otros tiempos había prostituido a sus tres hermanas menores.
—¡En nuestra aldea no hay cabida para los discípulos de Satán! — clamaba el herrero santiguándose mientras recordaba a su hijastra de ochos años vapuleada noche a noche por su pene febril.
—La ira del Señor se abatirá sobre nosotros ante este ignominioso acto —terció el tabernero repasando con la vista los vastos campos frente a él, de los que se fue apoderando al despojar a sus dueños originales aprovechando su debilidad por el alcohol y que ahora lo hacían el terrateniente más poderoso de la comarca.
Muchos otros, como atendiendo a un acuerdo tácito, pisoteaban el cadáver de la mujer y se acercaban a su rostro para escupir saliva y rencor como ofrenda al dios bueno del que se decían fieles adeptos.
Aquel festín de estulticia hubiera continuado indefinidamente de no ser porque de entre la aglomeración de cuerpos, los brazos firmes de un hombre se abrieron paso para llegar al centro de la escena. Su rostro era duro y compasivo a la vez. Se inclinó hacia la mujer muerta y, recostándola en su regazo, le limpió con la orilla de su mantón la sangre, la saliva y el polvo que formaban una especie de coraza para defenderse de sus jueces.
Como quien alza un trofeo para mostrarlo a la multitud, la levantó en vilo ante la atónita mirada y el sepulcral silencio que desde su aparición reinó entre los ajusticiadores.
—¡Hombres de mala fe¡- clamó en un grito gutural. —¿Fueron capaces de juzgar y hacer justicia por su propia mano olvidando las enseñanzas de quien les dio la vida? ¿Acaso es su deseo igualarse al Creador?
El silencio se podía tocar. Los ojos de los presentes herían el terregoso piso como queriendo taladrarlo para escapar. De manera casi inconsciente habían dado pasos en retroceso formando un rosetón de cuerpos con el hombre aquel y la mujer en sus brazos en el centro a manera de botón de aquella flor humana marchitada por la tensión que se respiraba en el ambiente.
—¿Acaso tú —señaló con dedo de fuego a una mujer— sigues fielmente los preceptos de Dios como nos lo ordena la madre iglesia? Sin levantar la vista del suelo, la mujer aquella deshojó la flor y escapó del tumulto, avergonzada.
—¿Serás tú —volvió su mirada de desprecio al anciano que más golpes había dado a la adúltera— quien a lo largo de tu longeva existencia has seguido el camino de la rectitud y honradez?
—¡¿Quién! —gritó cada vez más exaltado— quién de ustedes puede decir que golpeó, apedreó e injurió a esta mujer sin tener vigas en sus ojos?
Todos en la aldea reconocían al santón que los recriminaba como un hombre compasivo y justo; un hombre pío y virtuoso que había sabido llevar una vida sin mácula, muchas veces rayana en la exageración y el fanatismo.
Había procreado un hijo en sagrada unión con la que fuera mujer honesta hasta que huyó con un ardiente forastero, tal vez aburrida de las limitantes sexuales a que su santo marido la tenía sometida. Ni toda su piedad había sido suficiente para perdonar a la pécora traidora de quien nunca más se volvió a saber. El hijo creció entonces bajo la rígida moral de su beato padre y se contaba como el único joven de la aldea que a sus veintidós años no había conocido mujer.
Alejado de la flor humana el joven observaba desde un pórtico a su padre convertido en juez supremo. Su mirada repasaba aquel rostro de severos surcos, arados en la abstinencia total de cualquier placer mundano. Él mismo, bajo la égida de aquel padre cuasi santo, jamás había cometido transgresión alguna a la moral religiosa que le fuera impuesta desde que su madre se ausentara siendo apenas un niño de primeros pasos. Su vida había transcurrido entre larguísimas sesiones oratorias e innumerables parábolas relatadas por su padre tardes y noches enteras. No tenía registro en la memoria de haber cometido ni la más mínima falta, ante el beneplácito de su progenitor, de quien era orgullo y ejemplo para todos en la aldea.
—¡Remedos de Satán! —agregó con tronante grito indiferente al hijo montado a horcajadas en un troncón del pórtico vecino. — ¡Los conmino a arrepentirse de este acto atroz que acaban de cometer y les ordeno tomar estas mismas piedras usadas como instrumento de perfidia para que, quien esté libre de pecado me libere de la angustia de ver a mis hermanos convertidos en lobos de sus semejantes.
Nadie movió ni un músculo, algunos incluso hasta detuvieron la respiración tratando de pasar inadvertidos a aquella fría mirada que recorría el círculo buscando quién se atreviera a dar el paso que exigía.
—Vamos, estoy esperando…¡Cobardes! Se han regocijado en el pecado de esta infeliz y ahora les conmino a que hagan lo mismo conmigo, ya que cometí un pecado tal vez más grave que el de ella al permitir esta atrocidad.
Varios cayeron de rodillas intentando besar sus pies, otros levantaron la vista al cielo esperando una revelación llegada de una instancia superior a aquel hombrón. Los menos, sin dar la espalda, se retiraron furtivamente.
—¡¿Quién?!— volvió a clamar.
Ante la inacción de sus coterráneos, su tono se enfureció aún más. Colocó con suavidad el cadáver de la mujer en la tierra y se irguió imponente y todopoderoso, con los ojos inyectados de ira. Comenzó a particularizar exigiendo a cada uno su respuesta:
Develó asesinatos, acusó a cónyuges infieles, denunció latrocinios y faltas a la moral. Cocinó un caldo de pecados con los ingredientes que aportaba cada uno de los señalados y ante la falta de respuestas, levantó los brazos al cielo mientras lanzaba una nueva solicitud exacerbada por la rabia:
—Este pueblo es una nueva Sodoma y la ira divina se abatirá sobre ustedes, o ¿es que acaso habrá alguno que se libre de ser castigado? ¡Hablen malnacidos! ¡Actúen ya!
Su rostro se fue descomponiendo en una mueca indefinible, su pecho se agitaba violento y sus manos crispadas de músculos tensos temblaban al calor de su exhorto:
—¡El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra! — alcanzó a gritar antes de sentir el golpe seco en la frente y caer como pesado bulto con el cráneo abierto en dos.
Los asombrados ojos de los presentes no atinaban a explicarse quién en aquella aldea del pecado era libre de tal flagelo. El cadáver del hombre santo, en grotesco apareamiento con el de la mujer asesinada yacía incrédulo con los ojos abiertos.
Nadie reparó en el lento andar con que el hijo del santón tomaba rumbo hacia la salida de la aldea mientras el cielo lo cubría del fulgor que sólo ilumina a los libres de pecado.
- Ilustración: Hugues Merle