Llevo un libro bajo el brazo para eludirlo todo y ejercer el resignado acto de jugar a ganarle tiempo al tiempo, o matarlo de manera hedonista en cada fila donde uno debe formarse para todo.

Releo a Federico Vite, un autor que tiene la necesidad de poner su asombro en papel. Al autor de De oscuro latir lo vi alguna vez en Irapuato, otras ocasiones en Acapulco, otras más en la ciudad de México, aunque nos habíamos conocido en Puebla, ya hace años. Siempre han sido conversaciones de un aprendizaje emocional invaluable.

Él me contaba, esa noche en el jardín principal de la ciudad desde donde escribo este texto, que le costaba mucho estar aquí, que el olor a fresas le recordaba cosas turbias, algo fuerte, un momento trágico.

Yo le relataba anécdotas sobre el hotel Versalles, el lugar donde pasé la infancia, el hotel del abuelo

Podía hacerlo porque estábamos sentados frente a la construcción que en otro tiempo tuvo un letrero neón que iluminaba las cinco letras de la palabra hotel, de color azul, las de Versalles, de color rojo, una corona en luz blanca era el logo de ese anuncio, y un sonido de gong tenue era el compañero fiel de la energía eléctrica que emitía algún transformador ruidoso.

En otros años, pienso, Bolaño pudo haber estado ahí mismo, a una hora parecida de la madrugada con el “Rimbaud” de por acá, como cuenta en “El dentista”, ese relato que sitúa en Irapuato y que está incluido en Putas asesinas. Muy probablemente, sus personajes hablarían del desaparecido Cine Rex, o de las posibles películas que habrían pasado por esa cartelera, ahora el Rex está convertido en una tienda departamental frente a la que estábamos sentados Federico y yo.

Con seguridad Bolaño y el dentista fumarían, como nosotros lo estábamos haciendo, como quien pela una cebolla de recuerdos

A Irapuato, cuando vino Vite, lo hizo para impartir un taller de escritura que, por lo que supe, impactó a los que asistieron; pero eso habría que preguntárselo a ellos. No lo dudaría, sin embargo, y es que cómo no guardar una memoria emocionada de Federico si es un animal literario, un escritor generoso en la vida y en la obra. Pero ya estoy hablando como alguien que dice un panegírico y no se trata de eso.

El escritor Federico Vite
El escritor Federico Vite

El año que estuvo por acá se había publicado Le Freak ces´t Chic. Dejó por aquí esa selección de relatos que encontraban lugar al lado de Fisuras en el continente literario, edición de Tierra Adentro, novela que en su tiempo de aparición se rodeó de mitificaciones, y el ya citado De oscuro latir, de la Universidad de Guanajuato, donde indaga las pulsiones ocultas que habitan en cada ser humano, donde evoca a Carver, donde muestra un mundo de tremendo realismo poblado por muertes, milagros siniestros, figuras violentas, hombres confundidos y ritos malignos. No habían salido todavía ni Carácter, de Ediciones Monte Carmelo, ni Bajo el cielo de Aka-pulco, textos de más reciente publicación donde explora uno de sus temas más socorridos: la violencia y los bajos fondos de la noche en la costa.

Pero decía: me puse a releer Parábola de la Cizaña (UAM). Es una novela deslumbrante. Es la geografía de una batalla entre dos misterios que se impactaron sin tregua: la demencia y la fe, se lee en la primera página. Tiene un juego de simultaneidades que engancha. Radica en ella, en cada pasaje, la crueldad del mundo; se anuda a la aparición de tipos marginales, títeres del destino. Pero no hay dramatismos, hay tensión; no hay personajes que lo llamen a uno a querer que se salve alguno. La lente del narrador nos ha exiliado de compadecernos ante tal o cual. Hay impactos o fogonazos que lo alumbran todo cuando reinan las tinieblas, la cola de un alacrán, eso que crea un relámpago en las alturas, y uno lo ve.

Mirar así, azorado, lo hace sentir a uno intrascendente y pequeño

Leer a Vite es quedarse quieto aún con las pulsiones del miedo en el pecho. El dilema de Vite es una guillotina que desarma: algo grande, como la realidad, lo inmoviliza, dice. Y toca el punto: uno está aquí y ya: “Creer no hace las cosas, las provoca”, recuerda. Un narrador preciso como si de un relojero haciendo su trabajo se tratara. Coloca piezas con extrema exactitud. Sus atmósferas son trazadas con espátula. Resultan feroces como un aguafuerte. Sofocan.

Portada del libro Párabola de la cizaña.
Portada del libro Parábola de la cizaña.

Me ha llamado la atención la pregunta por el bien y el mal; la pregunta por la existencia de Dios que se hace uno de sus personajes. Me hizo pensar en Keats, en Bolaño, en Günter Grass. También especulé respecto de la banalidad del mal, sobre la intrascendencia de cada hombre.

Parábola de la cizaña narra y muestra que la realidad no es premeditada pero sí inevitable, lo hace a uno humilde con la prepotencia de sus martillazos: abrir los periódicos, encender la televisión, es como arrodillarse y que lo orinen encima a uno, diría Coetzee. Me queda la sensación de que hablo de una novela que sería la descripción pormenorizada de la llegada de una tormenta o de un estado de inminencia de ese prodigio, o de esa desgracia: un relámpago en el cielo que anuncia el derrumbe de las nubes sobre la tierra a la que le muestra su poder. El protagonista es un preso que escucha voces, que se pregunta por Dios, que se siente un Samuel en el II libro de los Reyes y que pide, que habla, y dice: “tu siervo escucha“.

Y la divinidad le habla, le ruge o lo unge con relámpagos de sangre en las manos. Se llama Xavier. Es un preso de sí mismo que sangra por las palmas de las manos

Vite tensa y esmerila. Es un jinete que mide el ritmo de su cuaco y fuetea y, luego, da calma, y, luego, acelera y enloquece a su bestia hasta desbocarla. Tiene la necesidad de poner su asombro en papel, y lo he dicho. Sabe que debe escribir un libro violento, sincero, donde plasme los daños causados por la tormenta. Y lo ha escrito.