Cuando abrió los ojos, el humo que lo rodeaba se mezcló por un instante con los vestigios del sueño: fantasmas disolviéndose, venidos de un mundo del que había sido expulsado con violencia, donde elementos de su pasado habían sido proyectados dolorosamente. Se levantó de la cama sintiendo los ojos irritados y un ardor incontrolable que le cerraba la garganta, haciéndolo toser con desespero. Pensó en abrir la puerta de su habitación, pero el calor que sintió al tocar la perilla, acabó por hacerlo consciente, como un golpe de viento, sobre lo que estaba pasando fuera de aquella puerta que pronto no sería suficiente para protegerlo.
Entró al baño de su alcoba y puso el seguro de manera inconsciente. Atinó en romper la ventana, que aunque pequeña, era el único pedazo de vidrio que daba al exterior. Mojó una toalla grande y se envolvió en ella. El calor era casi insoportable; el humo, el telón que velaba aquel siniestro que hacía que todo crujiera como un coro de inframundo. La esperanza de salir a salvo se consumía, como cada átomo de carbón que el fuego devoraba a su paso. Si pudiera hablar con Magda —pensó, casi en un delirio— tal vez ella tendría una solución.
A Magda la conoció poco menos de un año atrás, en una de esas fiestas del centro histórico. Alentado por el mezcal que ya surtía efecto en su cuerpo y por la mirada de ella que no había dejado de aparecer esporádicamente entre las siluetas de la multitud, decidió seguir la fiesta adelante. Era una noche tibia, demasiado buena para regresar a casa. En algún momento quedó frente a ella, viendo una inigualable oportunidad para hablarle. Y le habló, y las palabras surgieron de un modo natural, como si desde el principio de la noche hubieran acordado en ello.
Sabe que esa noche desnudó a Magda, refugiados en los muros de una habitación incierta. Sabe que le hizo el amor entre colores yuxtapuestos sobre su piel morena, que sintió el calor de su lengua y que su aliento le quemaba el pecho. Sabe que los envolvía una extraña música electrónica, música que le pareció cristales rotos cayendo sobre estructuras metálicas de geometrías perfectas. Sabe que todo fue confuso pero delicioso y que al despertar en su habitación, solo y con el cuerpo agotado, realmente no sabía nada.
Pasaron dos meses para que la volviera a ver. Fue en una noche de luna llena, augurio que no supo interpretar. Lo que sí supo, en cuanto ella apareció en el lugar acordado con ese hermoso vestido negro de largo escote, es que tenía que verla más a menudo.
Magda manejó el itinerario con experta precisión, llevándolo, al final de la jornada, a una vieja casa en donde una amiga de ella había organizado una pequeña fiesta y ahí, prácticamente sin preámbulos, llevó a su invitado a una habitación donde unas velas ya estaban encendidas. Lo sedujo como sólo en la literatura él había vivido: despojándolo de la ropa casi con violencia y tirándolo de un empujón a la cama, de donde ya no pudo moverse. Magda se quitó el vestido con un solo movimiento y se abalanzó sobre él, como un cazador sobre una presa en agonía. La excitación que se apoderó de ellos era casi insoportable: diluyendo lentamente la frontera que separa al hedonismo de la locura. El fuego de las velas pareció aumentar su tamaño, arrojando esa luz cobre sobre la espalda ya desnuda de ella y que él contemplaba: un tatuaje en forma de serpiente que abrazaba su cintura, un hermoso reptil barnizado con sudor que lo miraba, como apunto de soltar su letal mordida. Pero en un raudo movimiento y para su sorpresa, fue ella quien clavó los dientes en la carne de su hombro izquierdo, justo al llegar al éxtasis.
Cuando volvió en sí estaba en casa, y el único sonido eran los latidos de su corazón, acelerado como el de cualquiera cuando se le arranca estrepitosamente de los sueños. Estaba aturdido, era como si aquella mordida lo hubiera despertado. Llevó sus temblorosos dedos al hombro izquierdo y, para suerte de su cordura, encontró una cicatriz, más parecida a una quemadura apenas visible que a una mordida. No había sido un sueño, eso era lo importante. Sentado sobre su lecho, ya en calma, pudo percibir el aroma de Magda sobre su cuerpo y una sutil energía bajo su propia dermis, como si con los poros buscara algún vestigio de su fragancia. Lo estaba enloqueciendo. Quería verla cuanto antes. Quería salir y correr y encontrarla, pero sabía también que sería inútil, que la volvería a ver sólo cuando ella deseara aparecerse. Decidió quedarse en casa y buscarla con la mente, unir las piezas para que su memoria no lo dejara a la deriva como la última vez. No fue tarea fácil, ni substancialmente esclarecedora. Lo acontecido después de esa mordida eran imágenes diluidas por espesas sombras. Imágenes caleidoscópicas acompañadas por susurros que poco a poco fueron siendo más precisos. Soy bruja —recuerda que le dijo esa noche— soy una elemental y como tú, mi poder depende del fuego.
Los días siguientes las dudas se convirtieron en certeza. Cada dos o tres noches se despertaba bañado en sudor, en plena madrugada. Los sueños que perturbaban su descanso tenían siempre que ver con Magda: encuentros sexuales donde el fuego los rodeaba o danzaba hipnotizante en los ojos de ella, el tatuaje de la serpiente enroscándose entre sus piernas para luego volver a su cintura, velas inextinguibles tiñendo la atmósfera de colores inexplicables, la luna llena viéndolos como el ojo una deidad voyerista. Después de un par de semanas de mal dormir, se le ocurrió que no eran sueños, que su mente estaba armando el rompecabezas de las dos noches que con ella estuvo.
Los recuerdos eran vagos, sin poder precisar si de la primera o de la segunda noche, sin poder precisar muchas cosas: Magda parada frente a él, tendiendo ante sus ojos las palmas de las manos, dejando que viera lleno de asombro cómo éstas, bajo la delgada piel, hacían que algún líquido bullera, poniendo su carne al rojo vivo. ¿Cómo lo haces?— recuerda que preguntó— Tú sabes cómo lo hago, así como sabes cómo es que caminas o cómo piensas, y cuando recuerdes que tuvimos esta plática, recordarás un poco más que sabes cómo lo hago —le dijo, pero no recuerda si movió los labios o sólo plantó esa respuesta en su cabeza.
Dos meses también pasaron para que se efectuara el tercer encuentro. Era una noche calurosa de principios de mayo, donde un cielo nublado ocultaba las estrellas. Según el consejo que un sueño le reveló, se había vestido de negro, porque de negro se visten los brujos cuando van a pelear o cuando saben que aprenderán algo importante, que en el fondo, para la mente del elemental, son una y la misma cosa: enfrentarse a lo desconocido.
También, como el sueño había sugerido, dispuso cinco cirios en los vértices de un pentágono imaginario sobre la mesa de madera que servía como comedor, y los encendió, uno a uno, repitiendo mentalmente según las instrucciones: a la luz del fuego que arda nuestra conciencia, que arda todo. Al prender el último pabilo, las cinco llamas sobre la mesa duplicaron su tamaño y, silenciosa como el fluir de la sangre tibia, ella apareció a sus espaldas. Ella y sólo ella: maestra, amante, hechicera, aquella que llenaba de pensamientos su cabeza dejando poco espacio para las cuestiones mundanas. La rodeó con los brazos y la besó, para luego recostarla en el suelo y hacerle el amor junto a la mesa de madera. Magda tomó su rostro entre las manos y lo miró directo a los ojos, y él vio en su reflejo que en sus propios ojos danzaba el fuego primigenio, el fuego del que todos los fuegos surgen.
De súbito, a su mente llegó un bombardeo de información, recuerdos sacados de una memoria remota, de ese lugar de la consciencia donde el dolor pretende ser sepultado. Recuerdos de una infancia donde los eventos no habían logrado ser comprendidos, pero ahora, bajo la luz del fuego en su interior, todo cobraba sentido: el árbol del jardín envuelto en llamas de manera espontánea, los canarios de la abuela calcinados aquella vez que lo reprendieron con dureza, la repentina hospitalización del tío por graves quemaduras, ese que había tratado de abusar de su hermana…
Pretendiendo escapar de aquellas imágenes, trató de apartar su cuerpo del suelo, pero no pudo. Entonces fijó la mirada en el dorso de sus propias manos, que descansaban en el suelo junto al rostro de ella, y vio que brillaban al rojo vivo, que en sus venas fluía magma ardiente deslizándose lento rumbo al corazón. Cuando sintió el pecho incendiado, no pudo más que gritar y en el acto, como si aquel grito hubiera sido un mandato, una enorme llama surgió de la superficie de la mesa de madera, extinguiéndose simultáneamente cuando se dejó caer sobre el cuerpo desnudo de Magda, tratando, al mismo tiempo, no ser presa del desmayo, pues sabía que cuando despertara, ella habría desaparecido. Trató de aferrase a la realidad, pero el sopor lo hundió en poco tiempo en la inconsciencia. Y en ese mundo, donde el sentido del tiempo es de un orden misterioso, volvió a vivir aquellos eventos del pasado, reconociendo la flama de la intención para atender situaciones de un carácter que, a su juicio, merecían la purificación que sólo el fuego otorga: misión y destino que podrían costarle calcinar su propia existencia.
- Ilustración: Dorian Vallejo
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La lectura me consumió rápidamente!