Dicen… que alguien, que alguno de entre todos sus familiares debió haber notado un cambio, porque no se llega a ese estado así como así, sin más, sin aviso, sin señas; que cómo pudieron no haberse fijado en esa tristeza en la que se iba ahogando día tras día; que cómo a nadie, que cómo a nadie le llamó la atención que ella se quedaba sentada en una silla del comedor desde después de la comida hasta la caída de la tarde, sin ver casi, sin hablar, como hablando en silencio consigo misma, mascando una aspirina y luego otra, entrecerrando los ojos, las manos encima de la mesa, entrelazadas e inmóviles, desanimadas, yertas.

Dicen, que a la mejor no era la primera vez que se ponía así, que ya en otra ocasión había pasado por esa melancolía que la inmovilizaba, pero que aquella vez todavía le pudieron sus hijos, aunque ya no estaban chicos, y por ellos no se dejó vencer aunque tampoco había ningún entusiasmo en su mirada.

Dicen, que ella era de por sí triste y ausente, como su anduviera perdida en un recuerdo alojado en su niñez.  Dicen que ella sufrió mucho de niña, aunque nunca se lo contaba a nadie y esto más bien se supo por sus hermanas, que nos contaron que su papá no era papá de ella que era sino su padrastro, que ella era hija de un señor que había dejado a su mamá y entonces su papá se casó con ella y luego tuvieron tres hijas, pero ella venía siendo su hijastra.

Que el señor llegó a tener una buena fábrica de calzado, quién sabe si de las más grandes de León, pero la perdió en el juego y la borrachera, porque jugaba a la baraja en la cantina y apostaba fuerte, y durante días seguía bebiendo ahí adentro, y que cuando regresaba borracho echaba a la calle a la señora y a la hijastra, y que las dos se iban a un parquecito por ahí cerca a pasar la noche y a hablar, y seguramente a pensar por qué el señor sentía tantos celos, por qué las insultaba. Dicen que se pasaban las noches hablando entre ellas, cuidándose y queriéndose, hasta que iba el señor y de rodillas le pedía perdón a la señora y le juraba que no volvería a pasar. Pero sí pasaba.

Dicen, que ha de haber sido en una verbena donde conoció a don Mario su esposo, que era un muchacho serio, limpio, chaparrito, muy educado –si hasta eso que siempre lo fue- y que él fue su primer novio aunque tenía otros pretendientes, como uno que se llamaba Juan Manuel y manejaba un camión del Agua Ideal y repartía el agua envasada en botellones de vidrio en colonias de gente acomodada, como la Andrade o Jardines del Moral, y que entonces no valía pues nada, o valía muy poco en todo caso, pero ahora era dueño de una tienda de abarrotes bien surtida en la calle República, frente al mercado, pero ella prefirió el silencio de don Mario, fíjate, de haber sabido cómo son las cosas, pero quién se iba a imaginar, porque don Mario en aquel tiempo tenía su buen empleo, trabajaba en un despacho de contadores, había empezado la carrera de contador público pero sin terminarla y como ya llevaba mucho tiempo en el despacho le tenía muy bien hallado el modo al trabajo y como además se acomedía a abrir y cerrar la oficina, a ir los sábados a sacar algún pendiente, a traer los útiles de la papelería y a otras muchas cosas, pues sus jefes lo estimaban mucho, ¿pero pues eso qué?, a la gente que trabaja de oquis siempre la quieren mucho los patrones.

Dicen, que ella se casó de blanco y todo, pero tuvieron a su primer hijo muy pronto, quién sabe, luego a la gente le encanta decir cosas que ni sabe, y luego el segundo y puros hijos varones hasta el quinto y Mario tranquilo, chaparrito él, como volviéndose cada vez más insignificante, trabajando en lo mismo, viendo pasar gente por el despacho mientras él seguía ahí como alelado, que ni para atrás ni para adelante, sacando sí los gastos de la familia, modesta hasta eso, y pues qué le queda a la gente sino ir tirando hacia adelante y para adelante, pero ya entonces ella como una vela que va soltando sus últimos destellos, al pasito, y a la mejor por eso nadie se daba bien cuenta.

Dicen, que de buenas a primeras Mario cambió; no era enojón, y se volvió, no tomaba y empezó a tomar, pero siempre así como muy insignificante, de esa gente que si está enojada qué bueno y si no también, ni a quien le interese, y siempre queriendo quedar bien con todos, con los del despacho, con los vecinos, muy servicial, así, sin fijarse, nadie hubiera notado el cambio porque él hacía lo posible por mantener las apariencias.

Dicen, que ella alguna vez comentó, ya no me acuerdo ni a quién, que fue por entonces, sus hijos ya estaban grandes, el más chico ha de haber tenido ¿qué? unos diecisiete y el grande ya andaba en los veinticuatro, veinticinco, y comentó que a veces tenía que hacer un esfuerzo para no estallar cuando veía a Mario rascar el fondo de los frascos con una cuchara para sacarles hasta la última porción de mermelada, de mayonesa, y cuando lo hacía mostraba una sonrisa de satisfacción como si hubiera hecho algo entre travieso y heroico, y que ese tras tras tras de la cuchara contra el vidrio le tensaba los nervios a ella y cada tras tras tras era una lágrima que se tragaba, de eso que ya no puedes y sin embargo sabes que todavía no va a terminar.

Dicen, que de por sí Mario siempre había sido muy, muy meticuloso, como muy alzado dentro de su insignificancia, como que creía tener la razón siempre fuera el tema que fuera, religión, futbol, calladito pero terco terco terco, afirmando una vez que la trompa de Eustaquio se llamaba trompa de Falopio y él necio a decirle así, como si hubiera estudiado anatomía o fuera médico, y como nadie le decía nada, y que cositas como esa, como que quería su ropa impecable aunque fueran puras garras, la dignidad, y dicen que ella entonces afinó su sentido de oportunidad, como quien dice leerle el pensamiento y de ser posible hasta anticipársele, luego de tantos años de convivir.

Dicen, que cuando celebraron sus treinta años de casados hicieron no una fiesta, una reunioncita, contrataron un conjunto, hicieron una comida, nada ostentoso, sencillo, y entre los hijos pagaron los gastos, nada del otro mundo, y que ahí se les vio normal, aunque quién sabe qué sea lo normal pues casi nunca hacían fiestas, en Navidad apenas, pero de eso de buñuelos y atole y hasta ahí, pero lo que es reunirse reunirse, no tenían costumbre; cosa rara, dicen, la señora bailó con los hijos y se vio contenta, no despreocupada, eso es otra cosa, sino normal, como sería cualquier otra gente, quién se lo iba a decir.  Y que bailó como si ya presintiera la muerte, pero esto no lo dijeron entonces sino hasta después, ya analizando las cosas con calma.

Dicen, unos que estuvieron más enterados o que se imaginan mejor las cosas, que debió ser como cuando uno tiene un coraje, que se ofusca y ya no sabe lo que hace y no para hasta que se desquita aunque luego, ya sereno, se arrepienta, pero en el momento uno no piensa, piensa hasta que ya pasó todo, cuando las cosas ya no tienen remedio y ya para qué, si ya se hizo lo que se hizo. 

Eso dicen, que debió haberle llegado uno de esos ratos y de una vez le cobró todas juntas las veces que la hizo a un lado, las veces que la calló delante de la gente, las veces que no le hizo caso, las veces que le regresó la comida porque estaba muy caliente o porque estaba fría, las que hizo bola la camisa recién planchada porque según eso no se le veían bien los pliegues, las veces que estornudó sobre la mesa y luego la volteó a ver como si le hubiera hecho un obsequio, las que ella tuvo la razón y él no quiso escucharla, las que salieron de una reunión hasta la hora en que él quiso, las que la pendejeó delante de quien fuera: tú cállate, ni sabes de qué estamos hablando; las que echó a la basura las cosas que ella compró para arreglar la casa, las que la olvidó, en las que la pospuso, las que la volvió invisible, las que le dijo que nunca iba a ser nada ni nadie, las que le dijo que sin él ella se moriría de hambre, las que le dio a entender que debía estarle agradecida porque se hubiera fijado en ella, las que le dijo que nunca iban a pasar de pericoperro y fueron como si se viera en un espejo, las que no la cubrió bien y con la fuerza que a ella le hubiera gustado, las que la dejó a medias o a menos de medias, las que le dio a entender que había otra aunque ella sabía que para eso se tenía que ser como que de otro modo y no tan tibio, las que la comparó, las que salió perdiendo de todos modos, las que fue atento con otras mujeres mientras a ella la trataba con demasiada familiaridad.  Dicen que eso pudo haber sido.

Dicen, puras imaginaciones, que la primera se la encajó en el abdomen cuando estaba dormido, pero él debió haber alcanzado a sentir el piquete y sin saber ni qué era se volvió de costado, y ahí le puso la otra ahora sí bien dada y entonces quedó bocabajo y ahí fueron muchas más ya donde cayeran porque poco a poco se iba moviendo menos, pero todavía alcanzó a levantarse y como que quiso caminar pero las piernas no le respondieron y no le alcanzaron las fuerzas y estuvo de rodillas y ahí sí ya fue enceguecida porque ni modo que dándole en el hombro le fuera a hacer daño, pero para entonces ya no sabía de sí, ya sólo tiraba sin ton ni son, pero de tantas alguna y más de alguna sí debió ser fatal, y que cuando ya no se movía, aunque seguía quejándose cada vez más quedito, ella se sentó en la cama y se le quedó viendo mucho rato que a la mejor a ella se le hizo un parpadeo, pero debieron ser horas hasta la madrugada porque como a las cinco, cerca de las cinco más o menos, le habló a su hijo mayor y le dijo que fuera a la casa, de urgencia, que su papá se había puesto malo. Y cómo no. Que cuando llegó éste la encontró todavía sentada y viéndolo fríamente, sin emoción, apenas como descansada, pero todavía melancólica, con esa mirada ida, y que le dijo: “Yo fui”.  Eso es lo que dicen. Total, uno que va a saber.

  • Ilustración: Eugene Delacroix