El día que la directora me gritó frente a mis alumnos me encerré en el baño de la escuela a llorar un rato.

 

Coral

Mientras me secaba las lágrimas decidí que tenía que empezar a buscar otro trabajo, uno menos triste, o al menos uno en el que no acabara llorando en los baños. Camino a mi casa comencé a pensar un plan.

Entre todas las ideas que llegaron a mi mente, la que me pareció más brillante fue perfeccionar mi inglés, tomar un taller de conversación y, luego, buscar un trabajo de maestra de inglés (tengo buenas intenciones, pero no tengo mucho talento).

Junté mis ahorros. Un año entero de echar al cochinito. Le pedí un préstamo a mi hermana y pagué un curso intensivo de inglés de 5 semanas en Edimburgo. Fue un impulso. Cuando me di cuenta, ya tenía un recibo pagado por 80 mil pesos y un correo electrónico con los datos de la escuela que me recibiría y la dirección de la mujer que me alojaría en su casa durante mi estancia en el Reino Unido.

Después de un mes asimilando mi impulso, crucé el Océano Atlántico por primera vez en mi vida

Aterricé en Edimburgo. Tomé un taxi afuera del aeropuerto y llegué a Sandport Way. Mientras bajaba mis maletas del coche, una mujer asomada desde el balcón del tercer piso me gritaba palabras que no entendía, bajó corriendo hasta la puerta de entrada y me ayudó a cargar mi equipaje. Todas las escaleras me fue haciendo preguntas, pero yo apenas podía comprenderla y no me daba tiempo de articular las respuestas.

Entramos al departamento y creo que hasta ese momento se dio cuenta de mi confusión, entonces comenzó a hablar muy despacio, mientras me explicaba todo lo que necesario, señalando los objetos y rectificando a cada momento que comprendía lo que me decía. Cuando acabó con el tour por el departamento, me metí a bañar. Al salir, me esperaba un desayuno caliente y una taza de café. Comí, me encerré a dormir y, cuando desperté, eran más de las 8 de la noche.

Escuché el ruido de la televisión en la sala, me acerqué tratando de eludir la sensación de estar invadiendo un espacio ajeno, intentando que no me detuviera. Ahí estaba mi anfitriona, al parecer muy emocionada de verme despierta, me invitó a sentarme, sacó dos copas, las llenó de vino y, mientras le platicaba de mi vuelo y de mi vida, comenzó a forjar un cigarro de marihuana.

Intenté poner cara de “yo entiendo perfecto el primer mundo y me parece muy natural ver a una mujer de 40 años fumando mota frente a una desconocida”, pero creo que se dio cuenta del engaño, porque me dijo entre seria y divertida: ―No me juzgues, solo fumo cuando tomo.―

Así fue como conocí a Coral

 

II

Una escocesa

Pasé gran parte del mes con Coral. Casi todas las noches cenábamos juntas sentadas en su sala, veíamos Love Island, tomábamos un poco de vino, o cerveza, o tequila, y Coral fumaba (porque ella sólo fuma cuando toma.)

Platicábamos de todo. Yo casi no podía creer las historias de su infancia, de la madre que la abandonó, de los meses que pasó como homeless ni de la hija que tuvo a los 16 años y que se convirtió en una mujer exitosa (viviendo en Londres y manejando un Mercedes Benz a los 23 años); y ella casi no podía creer las fotos y las historias que le contaba sobre mi vida en México, sobre cómo podías salir a la calle sin armas y sobre cómo no usábamos los burros como medio de transporte.

No tardé mucho en darme cuenta de que Coral era la ilustración perfecta de lo que es un escocés hecho y derecho, y no me refiero a su clara tendencia al alcoholismo, ni a su acento casi germánico, o a su resignación -a base de costumbre- a comer los platillos peor cocinados del mundo; y por supuesto, no me refiero a su relación de amor-odio hacia los ingleses.

Me refiero al pensamiento mágico, a la decisión deliberada de no vivir bajo los preceptos de la lógica, sino bajo las creencias de las viejas historias, bajo las antiguas costumbres, las tradiciones y todo eso que llena a los escoceses de supersticiones, y los lleva a vivir siempre pensando que algo sorprendente está a punto de suceder.

Me refiero al respeto, pero sobre todo al cariño que sentían por sus raíces, a las ganas de cambiar todo, pero simultáneamente a no querer soltar nunca el pasado

Y a la hospitalidad, esa mezcla extraña de frialdad y de calidez, esa imposibilidad de pararse a menos de un metro de distancia de los desconocidos, pero la disposición eterna de invitarte una copa y de platicar, porque eres un desconocido.

Aprendí muchas cosas mientras viví con Coral. Lo más significativo: cómo es el corazón de un escocés y cómo la vida es difícil muchas veces, pero mientras puedas sentarte en un pub, o en una sala, o en una banca frente al puerto, a compartir un whisky, y a hablar de las veces que has llorado en el baño, no todo está perdido.

 

III

Comiendo sangre

Estoy en Graasmarket.

Es mi segundo día en Edimburgo, la cuarta vez que salgo del país y la primera que viajo sola. Vine a Grassmarket porque es un lugar histórico importante: en esta plaza la gente se reunía para ver las ejecuciones públicas de las personas que eran sentenciadas a la pena capital durante el siglo XVII. Contrario a lo que me imaginaba, es un lugar alegre, muy festivo, rodeado de pubs, que solían ser las viejas casas en las que los condenados a muerte entraban para tomar su último trago antes de morir.

Estoy emocionada.

Entre todos los pubs que hay alrededor de la plazuela, decido entrar a uno llamado The last drop. Me gusta el nombre y parece que está más lleno que los demás. No sé por qué, pero el guardia en la entrada me pide mi ID ¿En serio? ¿Me veo menor de 18 años? Digo… tengo 26. Nice!

El lugar no parece tan viejo como esperaba, más bien parece un lugar nuevo que está decorado y arreglado para lucir viejo, pero no está tan bien logrado. Pido una Guinness (perdón, Escocia) y el mesero me recomienda que para comer pruebe “Haggis, neeps and tatties”, el platillo tradicional del país.

Me siento aventurera, pero no tanto, así que le pido que me describa el platillo. Todo va bien hasta que menciona la palabra “morcilla”.

Creo que no estoy dispuesta a comer sangre coagulada, pero el mesero me jura que sabe bien. Voy a intentarlo

Mi comida llega. No se ve mal, no huele mal, parece carne de hamburguesa con puré de papas y puré de vegetales. Comienzo con el puré de papas y finjo mi mejor sonrisa para el mesero, que no se ha movido, y está a la expectativa de mi aprobación. Pruebo la carne y sorprendentemente sabe bien, muy bien.

No sé si siempre, en todos los lugares, el Haggis sepa bien, pero puedo decir que aquí sentada en The last drop, me siento feliz de haberlo probado. Fue una buena comida, con una buena vista y rodeada de un buen ambiente.

Así que ahora es mi primera vez comiendo sangre también. Y parece que éste podría ser un buen viaje para tener muchas más primeras veces.

  • Ilustración: Rowan Leckie